Blog

 NOSTALGIA DE LA TIERRA MADRE (1955)

Con exacta conceptuación se repite constantemente que el hombre goza de determinados dones, que no sabe estimar al valuar hasta que se ve desposeído de ellos. Cuando sufre ese desahucio moral, es cuando sabe lo que representaba en su vida aquello de que lo han desposeído. A muchos gallegos no les es dado, también, apreciar en sus esencias inmutables lo que significa su Tierra, hasta que se ven alejados de ella. Es entonces cuando sienten en su corazón llamadas y añoranzas tan fuertes, que les revelan una condición sentimental que antes no tuvieron en cuenta. Y en su recuerdo, preñado de melancolía saudade, se afirma su galleguidad, al margen de fórmulas doctrinarias que puedan definirla.

Nos sentimos entonces desfallecidos; notamos que nos falta algo; parece como si nos mutilasen parte de nuestra energía espiritual; como si lo que nos es ajeno, estuviese ofendiendo y maltratando a diario a nuestros sentimientos íntimos; como si una voz en secreto nos estuviese afeando el delito de abandonar al ser más querido. Y así se entabla en nuestra alma una lucha que no llega a vencernos, pero sí a angustiarnos, y en la cual no perecemos, porque de nuestra propia galleguidad insobornable brotan los mejores ímpetus para sobrellevar con decoro esta gran pasión dedicándole desde lejos el fervor que, centuplicado por la ausencia, puede magnificarnos y engrandecernos, porque no cometemos con ella la alevosa traición del olvido, y porque nuestra dignidad de gallegos acentúa cada día el orgullo de nuestra nacionalidad. 

Ya nadie cree -a no ser que tenga perturbadas sus facultades perceptivas- que esto sea un defecto. Por el contrario, afirma nuestra nativa lealtad. Ella nos hace ser consecuentes con nuestra estirpe, porque somos fieles a la Tierra misma. Ya nadie pone hoy en duda la influencia geofísica en el almario de los hombres. Ese insoslayable determinismo que la naturaleza imprime en la idiosincrasia de quienes en ella han surgido, ya de por siempre plasma su impronta indeleble en toda nuestra conformación espiritual, y en cualquiera de nuestras limpias reacciones temperamentales va inseparablemente el sello de las facies sideral que recogió nuestro primer aliento.

El escritor francés A. Tarde, escribió una vez estas sugestivas palabras: "La tierra es la maquina que crea la fe, el soporte de toda nuestra sabiduría. Ella es la mano que nos corrige, la fuente que nos purifica y que nos renueva. El planeta forma la base de toda moral, define los rasgos de toda sicología, es el fondo lógico de toda religión. Mil afinidades impresionantes nos unen a nuestra esfera sustentadora. Nadie escapa a ese contacto mágico que trasforma a la humanidad en un trozo de arcilla dócil y deleznable. La vida de un pueblo está estrechamente unida a la vida de la tierra. Nuestras costumbres, nuestras artes, nuestro humor, se traducen por cualidades y aspectos físicos. Un país de montañas, de selvas, de llanuras, de viñas; un suelo de creta, gredoso o jurásico, tiene infinitos lazos sutiles con nuestro espíritu".

Sin caer en monopolios raciales -sin los cuales llevamos más honradamente nuestro existir patriótico-, los gallegos sentimos muy profundamente esa influencia. Hay como un congénito despojamiento con el medio geográfico; nacemos en nuestra Tierra como nacen sus árboles; y así, dondequiera que estemos, las raíces de nuestra alma siguen nutriéndose por milagrosa trasfusión ultratelúrica de la savia que circula por sus entrañas. Por eso nosotros sentimos ante nuestra naturaleza como una unción entremezclada de religiosidad, y que parece despertar los sentidos con voces hondamente humanas. 

¿Supervivencia panteísta? ¿Encadenamiento antropogeográfico? ¿Atavismo céltico? ¿Resabios de la morriña o de la saudade?... ¡Dios lo sabe!... Lo cierto es, resumiendo trivialmente el problema, que lo más indestructible que tenemos en nuestra espiritualidad, es el amor a nuestra Galicia. De ella, antes que su historia, su cultura, sus glorias o sus desgracias, es decir, su vida trascendente, todos hemos conocido su paisaje. Y lo primero se ha antepuesto a todo lo demás en nuestro espíritu. Y es que hay cosas que penetran en la mansión del entendimiento por vía libresca, deformada muchas veces por la travesura pedante; pero lo que alcanza privilegio de permanencia son las otras, las que nos entran por los ojos, para esculturar luego en el corazón la figura de un sentimiento eterno. 

Tiene, además, otra característica la remembranza del paisaje, y es esa disposición mental que nos faculta para discriminar valores estéticos, que en su mirar cotidiano nos pasaron desapercibidos. Entonces no es ya sólo el vacío que produce lo huidizo, lo intangible o lo lejano, lo que puede inquietarnos, sino el aspecto nuevo, revelado, resurgido, que palpita en cada trozo del paisaje que se asoma en nuestra imaginación. Hay como una formidable eclosión de lirismo grandilocuente, que brota adherido a los recuerdos. Y todo nos habla con una grandeza y una emoción insospechadas. El mar, la montaña, el río, el arroyo, el árbol, el verdor eterno, todo une a su expresión gráfica un caudal de soberbia poesía.

Pero en Galicia -y ésta es la gran verdad de nuestra tesis- es inconcebible el paisaje al margen de los hombres que lo viven y lo laboran. Porque también el hombre, con sus manos de artista campesino, pone en esta naturaleza el tono de su agarimo, de su saber o de su reciedumbre. Y sobre esta Galicia -tan lejana en el espacio, pero tan próxima en el recuerdo- cabalgan las sombras y los manes de tantos mártires y de tantos héroes, viven su desesperada amargura tantas gentes, son tantas las escenas que tejen su inacabable dolor, y es tan vigoroso el aguafuerte de tanto penar, que hoy no se puede recordar sólo el paisaje, si no va escoltado por toda esa gama de contrastes humanos doloridos e implorantes. 

Por eso, hoy los gallegos no sólo evocamos el paisaje, sino también la tristeza humana que lo envuelve. No es posible desviar la sensibilidad hacia la belleza, dejando a un lado las miserias que la empañan. De ahí que deseemos para Galicia compensaciones de orden ético, por las cuales tenemos que luchar y empeñarnos con toda la extensión e intensidad de que es capaz nuestro esfuerzo patriótico. Hay que desvelarse por dotar a nuestra Tierra de esas amorosas realidades por las que se siente el placer de vivir. Sin ese propósito, toda exaltación de lo nuestro se queda en salmodia fúnebre o lagrimeo de impotentes. Por eso no creemos en quienes poniendo en la garrulería de su retórica un gorgorito melodramático, vociferan su amor a Galicia. No; no es posible amar si ese sentimiento no descansa en el sacrificio, en la lucha, en la honestidad. Sin estos atributos, ese amor es patriotería barata, alarde de lo que no se posee; en una palabra, cinismo e impostura. El sacrificio se juzga con fervor y se ejerce con austeridad; es una gran potencia sentimental, y una virtud altamente reflexiva, la lucha es la razón por la cual desenvolvemos todo el volumen de la capacidad creadora, y la honestidad es lo que nos garantiza que nada sucio o bastardamente interesado moviliza nuestras acciones. 

Pero los gallegos hemos nacido para crear nuestro propio destino, porque no somos hombres venidos a este mundo para vivir en perenne orfandad histórica. Y nuestra misión es más alta que laborar por una cultura cobarde, unilateral o hipócrita; para ser en la emigración papagayos de su belleza o lloronas de su dolor. Nuestra misión ha de llevarnos a hacer de nuestra Galicia un remanso de paz y de trabajo, que desarrolle su cultura, su espíritu, su riqueza, bajo los signos insuperables de la libertad y de la justicia, para que permitan vivir todos sus hijos en ella, forjando cordial, alegre y dulcemente, la bondad y el honor de su existencia. 

No hay nada que pudra tanto nuestra conciencia moral, como la voluntaria sumisión a la injusticia, a la cual no sólo se la favorece con la adhesión, sino con la inhibición de todo esfuerzo por destruirla. Y no hay mayor injusticia que la descarada esclavitud de la patria. Se impone, por tanto, el refuerzo de nuestro sentido del deber, ya que las fuerzas morales son, en definitiva, las que gobiernan el curso de la historia y las que abren horizontes de grandeza al espíritu, que tiene vuelo de inmortalidad. 

Que no tengamos que hacer nuestra la sentencia del maestro Rishi Narada, cuando decía que "es muy agradable morir, para los que han olvidado el lugar de su nacimiento".

VILANOVA, A.: "Nostalgia de la tierra madre", en Lar, nº 260-262, Bos Aires, 1955, p. 5-6.

Alberto Vilanova - Ensaísta e Historiador | Aviso Legal | © 2011 albertovilanova.com
Deseño: Jose Lameiras Vilanova    ACV Galaica