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EN LA MUERTE DE UN GRAN HUMANÍSTA CATALÁN: Luis Nicolau D´Olwer (1962)

III y última nota: EL HOMBRE, por el Dr. Alberto Vilanova
Van a hacer 32 años que en Madrid asistimos al grandioso acto público que selló la unión de los republicanos, que con la generosa cooperación de los socialistas, se lanzaría por la vía revolucionaria primero, y por la vía electoral después, a la conquista de la República para España.
Aprovechando nuestra estancia en la capital española, concurrimos una tarde a la biblioteca del Ateneo, a disfrutar de sus excelentes
Aprovechando nuestra estancia en la capital española, concurrimos una tarde a la biblioteca del Ateneo, a disfrutar de sus excelentes
fondos, para enriquecer la documentación que veníamos acumulando durante algunos años con destino a algunas de las obras, que en camino de ser terminadas tenemos la esperanza de publicar algún día.
Tocome ocupar una mesa cercana a otra ocupada por un atento e inquisitivo lector, que en el acto despertó vivamente mi interés por identificar su personalidad. Dos razones excitaron mi curiosidad. La una, se debía al conjunto de libros clásicos y modernos que consultaba y de los que extraía abundantes notas; la otra me la producía su extraordinario parecido físico con nuestro Castelao. Era su verdadero socio, por ello cuentan numerosas anécdotas a este respecto, de las que fueron testigos más de una vez, sus compañeros de diputación Alonso Ríos, Suárez Picallo y Villaverde Rey.
Al poco rato penetraba en la sala Casares Quiroga que venía en su busca. Al tropezarse conmigo, al que me unía una fraterna amistad desde 1927, en que le visitara en representación de la Juventud Republicana, que yo había fundado en Orense, me saludó e hízome la presentación del incógnito lector. Este era Nicolau D’Olwer. Su mano cordial estrechó la mía y cambiamos las palabras de rigor en esos casos. Retirose y dos horas después volvía a ocupar su mesa. Charlamos unos momentos sobre política y tuvo unos conceptos certeros al apreciar el momento peninsular y nacionalista gallego. Nuevamente reanudamos cada uno su búsqueda bibliográfica. Supe poco después que entonces se estaban dando los últimos toques para llevar a cabo la revolución decembrina, consecuencia del célebre Pacto de San Sebastián.
Salimos juntos y charlamos largamente hasta nuestra despedida, y recuerdo los altos elogios que hizo del talento y consecuencia del ilustre político gallego que nos había presentado. Mas hubo algo que estrechó nuestra naciente amistad y que duraría siempre, desgraciadamente rota ahora con la desaparición de nuestro amigo. Fue ésta, una rara coincidencia: Nicolau preparaba la conferencia de una Historia de la Cultura Catalana, de la que desgraciadamente sólo llegó a dar a la imprenta algunos capítulos, en forma de monografías o conferencias de cardinal jerarquía. Por nuestra parte, trabajábamos en la redacción de una Historia de la Cultura Gallega, en cuya construcción llevamos invertidos bastantes años, y que sabe Dios cuándo podremos darla a la publicidad. Tan parejas como congruentes tareas e inquietudes comunes robustecieron la ligadura amical.
No volví a verlo hasta un mes después de implantada la República, pero sin dejar de recibir ejemplares de sus publicaciones con inmerecidas dedicatorias, que habían de desaparecer consumidas por el fuego inquisitorial de la guerra civil. Le visité en mayo de 1931 en el Palace Hotel, donde se hospedaban la mayoría de los constituyentes catalanes. Recuerdo entre ellos a Marciá, Companys, Hurtado y Aguadé del grupo izquierdista, y a otros de la Liga como Cambó, Adabel Rahola y Estelrich; también había algunos gallegos, como Portela Valladares, el ilustre médico socialista Dr. Alejando Otero y el funesto Emiliano Iglesias, que días después sería declarado incompatible moral con las Cortes, por su fea complicación en el proceso del indeseable hombre de negocios Juan March.
Mi primera entrevista coincide con los sucesos infortunados que produjeron la insensata e innecesaria quema de los conventos, y aún resuenan en mis oídos, la amargura con que Nicolau censuró los arrebatos de los incontrolables, a la vez que me exponía con que dolor soportaba aquel gobierno inocente, las insidiosas críticas de sus contrarios. Hombre de serias preocupaciones científicas y de gran corazón cristiano, reprobaba enérgicamente los sucesos, no pudiendo disimular la angustia de que pudiera afectar aquella tragedia a la virginidad republicana.
Nicolau poseía un profundo saber humanista y enciclopédico, y su a ello añadimos su finura estética, se comprenderá el dulce halago para el alma que suponía disfrutar de su plática, siempre sugestiva y aleccionadora. Su palabra cautivante en todo momento desprovista de empaque académico o fascinador, abría con bondad admirable el camino al diálogo esclarecedor. Los coloquios con él mantenidos, más de una vez descubrían geniales interpretaciones en temas hasta entonces abstrusos e inéditos. Problemas de erudición literaria e histórica, encontraban en su análisis el hermeneuta llena de luz y de vida. Mas su charla no siempre se aferraba a asuntos puramente intelectuales, pues gustaba de trocar las íntimas emociones personales. “La conversación más fácil es aquella en que no hay vanidad, sino calma y quieto intercambio de sentimientos”, decía Samuel Johnson. Y Nicolau sabía mantener esa conversación, sin untuosidad retórica y sí con suave sencillez, que es la manera puntual de darle pudor y elegancia moral a la expresión de los sentimientos.
Sentía la política con unción religiosa y como una obligación ciudadana intransferible e inviolable. Entendía él, -que era un auténtico intelectual por vocación y oficio-, que la labor de un intelectual se truncaba al no dedicar lo mejor de su entendimiento a la comprensión y solución de las cuestiones políticas de su país. El precepto aristotélico, de que la política es la más elevada de las ciencias, y el bien que la política busca es la justicia, es decir, la utilidad general, encontraba en Nicolau un ardiente devoto repleto de honestos propósitos y firmes convicciones. El ejercicio de la Política, así con mayúscula, es uno de los quehaceres más serios y responsables de la vida social del hombre. A ella dedicaba el ilustre humanista catalán lo mejor de su espíritu y de su dinámica ejecución.
Claro está, que esta Política tiene sus nobles encantos, pero también tiene su calle de la amargura. Pertenecen a los primeros, la lealtad insobornable a los principios, la línea recta en la conducta, la austeridad en su práctica, la defensa de la verdad y de la justicia, y sobre todo, valor para afrontar las responsabilidades, aun a costa de recibir la fiera acometida de adversarios de todo jaez moral. Aquí, precisamente es, cuando empieza para el político, la calle de la amargura, por la que ha de caminar dejando jirones de su vida y de su fama, siempre a merced de zoilos o bufones, predispuestos por la bajeza de su alma al alevoso ataque, que no repara en el daño irreparable, sólo poseídos de la vileza que conduce a la injuria, al insulto y a las infamias miserables. Son seres que por no tener conducta, hieren la conducta inmaculada de los demás; son seres que por no tener principios morales e ideológicos, no soportan que los demás los tengan: son seres infrahumanos que no pueden ofrecer más que la señal de su conciencia depravada, y todo lo que refleja belleza, altitud y limpieza, le molestan como a los insectos parasitarios el aire libre y el sol.
La valentía moral del político se pone entonces a prueba. El débil o el inepto sucumbe, con la natural satisfacción de los malvados, pero el fuerte e íntegro, encuentra en estos embates el secreto de su fortaleza. “La constancia –escribe Montaigne- consiste principalmente en soportar a pie firme las desdichas irremediables”.
Nicolau corresponde a este último tipo de políticos indestructibles en el orden moral, por ello jamás se dejó acobardar o corromper, terribles peligros que amenazan a todos los políticos, y que sólo una severa disciplina ética puede superar. Poseía además dos grandes virtudes: la rectitud y la tolerancia. La primera procedía de su fervor por la justicia, y la segunda de su emoción liberal. La justicia condiciona la tolerancia, y queremos recalcar esta afirmación, porque no faltan rufianes metidos a escribas, que creen que la tolerancia consiste en transigir con toda impudicia y lo que es más grave transgresión moral, inhibiéndose ante los desafueros delictivos o ante cualquier bellaquería en la conducta.
El inflexible espíritu de justicia que regía sus actitudes, se puso de manifiesto de modo concluyente en la rebelión catalana de octubre de 1934. Encarceladas y sometidas a proceso las autoridades de la Generalitat, Nicolau adoptó una posición de apoyo leal a los catalanes vencidos en aquel dramático episodio. Entonces Cambó con un encono y resentimiento reprobables, se extralimitó en sus rencores, llegando a pedir para Companys y sus compañeros de infortunio, las máximas sanciones. Nicolau que mantenía de antiguo relaciones cordiales con Cambó, entre otras cosas, por haber colaborado juntos en el enaltecimiento espiritual y político de Cataluña, especialmente en lo que a la cultura autóctona se refiere, rompió con toda energía toda clase de relaciones amistosas con el líder lliguista después de afearle su insólito comportamiento, y ya nada pudo volver a reconstruir una amistad que se desvaneció para siempre.
Otra de las grandes fuerzas de su ánimo tenían la base de su resistencia en la seriedad. Se manifestaba principalmente en su indiferencia al elogio y su espontáneo desprecio a la adulación. Ponderaba únicamente los conceptos laudatorios según la calidad moral de su circunstancial panegirista. Era por tanto, indiferente a toda alabanza que procediese de sujetos mal calificados, ya que en todo loador insolvente hay que ver siempre una intención inconfesable, que está certificando su inmoral origen. Quien no es capaz de valorar así los encomios que le prodigan, se convierte fácilmente en títere de aprovechados arlequines de la farsa social. De nada nos sirve el vocerío lagotero de estos tipejos, si la conciencia nos está acusando de modo inmutable a nuestro innoble comportamiento.
Hombre que no es vigoroso para despreciar la seducción del elogio, las iras de la envidia, las picardías del odio y los injustos agravios de los hombres, no es digno de ganarse el aprecio de las personas honorables. “En la vida importa la vida, -decía Goethe-, no su resultado”. No importa la incomprensión o el reconocimiento de los demás; uno es lo que es, al margen del incienso o del veneno de nuestros semejantes, y lo que importa es actuar encadenado a los imperativos que emanan de la pureza de la conciencia. Lo demás es hacer de la vida el simulacro espantoso de un buen vivir, y que se quedará siempre en expresión de una existencia horriblemente fraudulenta.
Por ello al terminar nuestros artículos dedicados a recordar y a honrar a Nicolau D’Olwer, sentimos una honda satisfacción. Ya muerto no puede devolvernos la reciprocidad de los elogios, pero en toda exaltación de un hombre justo y ejemplar, uno se siente íntimamente solidario de tan excelsas virtudes, y esta compensación es el más limpio y gozoso premio que puede recibir nuestro espíritu y el mayor aliento para perseverar en los ideales únicos de nuestra vida.
VILANOVA, Alberto, “Lugo”, Bahía Blanca, xuño de 1962
Tocome ocupar una mesa cercana a otra ocupada por un atento e inquisitivo lector, que en el acto despertó vivamente mi interés por identificar su personalidad. Dos razones excitaron mi curiosidad. La una, se debía al conjunto de libros clásicos y modernos que consultaba y de los que extraía abundantes notas; la otra me la producía su extraordinario parecido físico con nuestro Castelao. Era su verdadero socio, por ello cuentan numerosas anécdotas a este respecto, de las que fueron testigos más de una vez, sus compañeros de diputación Alonso Ríos, Suárez Picallo y Villaverde Rey.
Al poco rato penetraba en la sala Casares Quiroga que venía en su busca. Al tropezarse conmigo, al que me unía una fraterna amistad desde 1927, en que le visitara en representación de la Juventud Republicana, que yo había fundado en Orense, me saludó e hízome la presentación del incógnito lector. Este era Nicolau D’Olwer. Su mano cordial estrechó la mía y cambiamos las palabras de rigor en esos casos. Retirose y dos horas después volvía a ocupar su mesa. Charlamos unos momentos sobre política y tuvo unos conceptos certeros al apreciar el momento peninsular y nacionalista gallego. Nuevamente reanudamos cada uno su búsqueda bibliográfica. Supe poco después que entonces se estaban dando los últimos toques para llevar a cabo la revolución decembrina, consecuencia del célebre Pacto de San Sebastián.

No volví a verlo hasta un mes después de implantada la República, pero sin dejar de recibir ejemplares de sus publicaciones con inmerecidas dedicatorias, que habían de desaparecer consumidas por el fuego inquisitorial de la guerra civil. Le visité en mayo de 1931 en el Palace Hotel, donde se hospedaban la mayoría de los constituyentes catalanes. Recuerdo entre ellos a Marciá, Companys, Hurtado y Aguadé del grupo izquierdista, y a otros de la Liga como Cambó, Adabel Rahola y Estelrich; también había algunos gallegos, como Portela Valladares, el ilustre médico socialista Dr. Alejando Otero y el funesto Emiliano Iglesias, que días después sería declarado incompatible moral con las Cortes, por su fea complicación en el proceso del indeseable hombre de negocios Juan March.
Mi primera entrevista coincide con los sucesos infortunados que produjeron la insensata e innecesaria quema de los conventos, y aún resuenan en mis oídos, la amargura con que Nicolau censuró los arrebatos de los incontrolables, a la vez que me exponía con que dolor soportaba aquel gobierno inocente, las insidiosas críticas de sus contrarios. Hombre de serias preocupaciones científicas y de gran corazón cristiano, reprobaba enérgicamente los sucesos, no pudiendo disimular la angustia de que pudiera afectar aquella tragedia a la virginidad republicana.
Nicolau poseía un profundo saber humanista y enciclopédico, y su a ello añadimos su finura estética, se comprenderá el dulce halago para el alma que suponía disfrutar de su plática, siempre sugestiva y aleccionadora. Su palabra cautivante en todo momento desprovista de empaque académico o fascinador, abría con bondad admirable el camino al diálogo esclarecedor. Los coloquios con él mantenidos, más de una vez descubrían geniales interpretaciones en temas hasta entonces abstrusos e inéditos. Problemas de erudición literaria e histórica, encontraban en su análisis el hermeneuta llena de luz y de vida. Mas su charla no siempre se aferraba a asuntos puramente intelectuales, pues gustaba de trocar las íntimas emociones personales. “La conversación más fácil es aquella en que no hay vanidad, sino calma y quieto intercambio de sentimientos”, decía Samuel Johnson. Y Nicolau sabía mantener esa conversación, sin untuosidad retórica y sí con suave sencillez, que es la manera puntual de darle pudor y elegancia moral a la expresión de los sentimientos.
Sentía la política con unción religiosa y como una obligación ciudadana intransferible e inviolable. Entendía él, -que era un auténtico intelectual por vocación y oficio-, que la labor de un intelectual se truncaba al no dedicar lo mejor de su entendimiento a la comprensión y solución de las cuestiones políticas de su país. El precepto aristotélico, de que la política es la más elevada de las ciencias, y el bien que la política busca es la justicia, es decir, la utilidad general, encontraba en Nicolau un ardiente devoto repleto de honestos propósitos y firmes convicciones. El ejercicio de la Política, así con mayúscula, es uno de los quehaceres más serios y responsables de la vida social del hombre. A ella dedicaba el ilustre humanista catalán lo mejor de su espíritu y de su dinámica ejecución.
Claro está, que esta Política tiene sus nobles encantos, pero también tiene su calle de la amargura. Pertenecen a los primeros, la lealtad insobornable a los principios, la línea recta en la conducta, la austeridad en su práctica, la defensa de la verdad y de la justicia, y sobre todo, valor para afrontar las responsabilidades, aun a costa de recibir la fiera acometida de adversarios de todo jaez moral. Aquí, precisamente es, cuando empieza para el político, la calle de la amargura, por la que ha de caminar dejando jirones de su vida y de su fama, siempre a merced de zoilos o bufones, predispuestos por la bajeza de su alma al alevoso ataque, que no repara en el daño irreparable, sólo poseídos de la vileza que conduce a la injuria, al insulto y a las infamias miserables. Son seres que por no tener conducta, hieren la conducta inmaculada de los demás; son seres que por no tener principios morales e ideológicos, no soportan que los demás los tengan: son seres infrahumanos que no pueden ofrecer más que la señal de su conciencia depravada, y todo lo que refleja belleza, altitud y limpieza, le molestan como a los insectos parasitarios el aire libre y el sol.
La valentía moral del político se pone entonces a prueba. El débil o el inepto sucumbe, con la natural satisfacción de los malvados, pero el fuerte e íntegro, encuentra en estos embates el secreto de su fortaleza. “La constancia –escribe Montaigne- consiste principalmente en soportar a pie firme las desdichas irremediables”.
Nicolau corresponde a este último tipo de políticos indestructibles en el orden moral, por ello jamás se dejó acobardar o corromper, terribles peligros que amenazan a todos los políticos, y que sólo una severa disciplina ética puede superar. Poseía además dos grandes virtudes: la rectitud y la tolerancia. La primera procedía de su fervor por la justicia, y la segunda de su emoción liberal. La justicia condiciona la tolerancia, y queremos recalcar esta afirmación, porque no faltan rufianes metidos a escribas, que creen que la tolerancia consiste en transigir con toda impudicia y lo que es más grave transgresión moral, inhibiéndose ante los desafueros delictivos o ante cualquier bellaquería en la conducta.
El inflexible espíritu de justicia que regía sus actitudes, se puso de manifiesto de modo concluyente en la rebelión catalana de octubre de 1934. Encarceladas y sometidas a proceso las autoridades de la Generalitat, Nicolau adoptó una posición de apoyo leal a los catalanes vencidos en aquel dramático episodio. Entonces Cambó con un encono y resentimiento reprobables, se extralimitó en sus rencores, llegando a pedir para Companys y sus compañeros de infortunio, las máximas sanciones. Nicolau que mantenía de antiguo relaciones cordiales con Cambó, entre otras cosas, por haber colaborado juntos en el enaltecimiento espiritual y político de Cataluña, especialmente en lo que a la cultura autóctona se refiere, rompió con toda energía toda clase de relaciones amistosas con el líder lliguista después de afearle su insólito comportamiento, y ya nada pudo volver a reconstruir una amistad que se desvaneció para siempre.
Otra de las grandes fuerzas de su ánimo tenían la base de su resistencia en la seriedad. Se manifestaba principalmente en su indiferencia al elogio y su espontáneo desprecio a la adulación. Ponderaba únicamente los conceptos laudatorios según la calidad moral de su circunstancial panegirista. Era por tanto, indiferente a toda alabanza que procediese de sujetos mal calificados, ya que en todo loador insolvente hay que ver siempre una intención inconfesable, que está certificando su inmoral origen. Quien no es capaz de valorar así los encomios que le prodigan, se convierte fácilmente en títere de aprovechados arlequines de la farsa social. De nada nos sirve el vocerío lagotero de estos tipejos, si la conciencia nos está acusando de modo inmutable a nuestro innoble comportamiento.
Hombre que no es vigoroso para despreciar la seducción del elogio, las iras de la envidia, las picardías del odio y los injustos agravios de los hombres, no es digno de ganarse el aprecio de las personas honorables. “En la vida importa la vida, -decía Goethe-, no su resultado”. No importa la incomprensión o el reconocimiento de los demás; uno es lo que es, al margen del incienso o del veneno de nuestros semejantes, y lo que importa es actuar encadenado a los imperativos que emanan de la pureza de la conciencia. Lo demás es hacer de la vida el simulacro espantoso de un buen vivir, y que se quedará siempre en expresión de una existencia horriblemente fraudulenta.
Por ello al terminar nuestros artículos dedicados a recordar y a honrar a Nicolau D’Olwer, sentimos una honda satisfacción. Ya muerto no puede devolvernos la reciprocidad de los elogios, pero en toda exaltación de un hombre justo y ejemplar, uno se siente íntimamente solidario de tan excelsas virtudes, y esta compensación es el más limpio y gozoso premio que puede recibir nuestro espíritu y el mayor aliento para perseverar en los ideales únicos de nuestra vida.
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