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FRAY JUAN GRANDE FERNÁNDEZ (1957)
Hace cien años, el 17 de abril, moría en Santiago del Estero, Fr. Juan Grande Fernández. Jamás en aquella comarca argentina, se exteriorizó un dolor más hondo y más popular. El pueblo se dio cuenta de lo que acababa de perder. Era algo que desaparecía tan extraordinario, tan transcendente y tan poco común, que las gentes percibieron rápidamente que con la muerte de aquel egregio varón se iba un pedazo glorioso de su mejor historia.
¿Quién era, pues, este hombre que tan profundamente hería estos corazones? A recordarlo van pues estas sencillas líneas nuestras como un humilde homenaje también en el centenario de su óbito.
Fr. Juan Grande Fernández había nacido un día de marzo de 1778 en Santa Eulalia de Rioaveso, ayuntamiento de Cospeito, partido judicial de Villalva-Lugo, según reza la copia de su partida bautismal que tenemos ante nosotros. Conviene que quede esto claro, porque el ilustre historiador de la orden dominicana en Galicia, Fr. Aureliano Pardo, desgraciadamente muerto en estos días, le asignaba naturaleza pontevedresa.
En sus primeros tiempos se dedicó a ejercer la profesión de marino a partir del año 1795. En el año 1804 se embarcó con destino al Río de la Plata, con tan poca fortuna que antes de llegar a las playas argentinas, un furioso temporal hizo zozobrar a la embarcación, salvándose asido a una tabla.
Parece ser que tan singular circunstancia le movió a abrazar el estado religioso, solicitando la toma del hábito en el convento de Santo Domingo de Buenos Aires, profesando en el de San Telmo como hermano lego el 7 de marzo de 1808. Le tocó vivir, pues, en Buenos Aires los azarosos y bélicos años de 1806 y 1807, en que la capital federal tuvo que hacer frente a las invasiones inglesas, y en que se cubrió de gloria el famoso Tercio de Gallegos, mandado por el científico galaico Cerviño, cuyo 150 aniversario se cumplirá en el próximo julio, y cuya gozosa conmemoración brindo a nuestro Centro Gallego, coincidente con el cincuentenario de su fundación.
Después de una corta estancia en el convento de La Rioja, Fr. Juan Grande se instala definitivamente en la residencia dominica de Santiago del Estero, hacia noviembre de 1812. Y aquí es donde él va a realizar la obra que ha de hacer imperecedero su nombre.
Aparte de los deberes concernientes a los miembros de su congregación, Fr. Grande se dedica preferentemente a la labor educativa. Cuando llega a Santiago hay algo que ha impresionado fuertemente su corazón. Allí no hay escuelas, no las hubo nunca, y el pueblo vive en la espesa ignorancia. Sus habitantes son víctimas de toda clase de desafueros, atropellos que se ven favorecidos además por la inestable situación política y social en que se desarrollaba entonces la historia de la República Argentina. Fr. Grande se da cuenta como un pueblo, inerme culturalmente, es pasto siempre de la injusticia, de la pobreza y de la tiranía, que ofrecían por aquellos tiempos las más terribles e insolentes manifestaciones. Y en su alma de apóstol se ilumina la generosa idea de acabar con aquel estado de cosas, atacando a su principal causa, que no es otra que la ignorancia. Y desde ese momento que concibe su obra, todo el tiempo le es poco para llevarla acabo.
Funda la primera escuela, y con una devoción y un entusiasmo que no conocen el descanso ni la fatiga, “salvó la civilización de esta Provincia –según raza uno de los considerandos del gobernador de esta demarcación, al colocar la primera piedra del templo erigido a su recuerdo en 1910-, enseñando gratuitamente por espacio de cuarenta y cinco años”.
Aparte de lo que supone su esfuerzo y su bondadosa intención, los mejores frutos de su obra están bien representados en una lista de alumnos distinguidos que fueron, con el tiempo, los más altos valores de la intelectualidad santiagueña. Alumnos bien agradecidos que habían de ser los más deseosos, años después, de testimoniar en un gran homenaje a su memoria, los tributos de la gratitud.
El homenaje se lleva a su realización el 1 de enero de 1910, consistente en erigir un monumento que perpetúe su memoria en el pueblo que recibió de su laboriosidad los más altos ejemplos de cultura y fraternidad, del austero educador gallego. En esta ocasión el Dr. Rainerio Lugones, que representaba al Gobierno de la provincia, pronunció sentido discurso al que pertenecen estas palabras bien significativas: “Con este homenaje al lego dominico y al maestro del abecedario se satisface una deuda de gratitud que se imponía y estimulaba a los que en el seno de la oscuridad están elaborando sin los incentivos del brillo y de la fama, el porvenir de los pueblos, la paz de los hombres. Esta labor de Fr. Grande, paciente y continuada durante medio siglo, a la sombra de una modestia pura de toda pretensión, limpia de esa conciencia de la propia importancia como si diluida la aspiración personal en el de la humanidad toda, en una definitiva y total absorción del todo a la parte, del grupo al individuo, se perdiera en absoluto la noción del esfuerzo propio, es hermana de aquella labor poética de Fr. Luis de León”.
Veamos ahora lo que dijeron en tal ocasión tres de sus más valiosos discípulos, y que son de mucho más valor probatorio que todo lo que nosotros pudiéramos decir:
El presbítero y elocuente orador sagrado Olegario Hernández, decía: “Desde su obscura celda, con una mirada profunda como la del águila, contempla nuestro pueblo sumergido en la ignorancia, y como obrero laborioso, se consagra a la educación de la juventud”.
Pedro Firmo Unzaga decía en un artículo: “Hombre de acero para el trabajo, diligente y laborioso, firme en sus propósitos; voluntad inquebrantable para realizarlos, eran las calidades que caracterizaban a esa pléyade de hombres que, como nuestro maestro, constituían la última expresión de la época colonial; y merced a esas calidades, se mantuvo, venciendo dificultades sin cuento, durante 45 años al través de las vicisitudes de la guerra civil”.
El ilustre historiador y literato Ángel J. Carranza, escribía: “De los bancos de esa escuela –modelo de disciplina y cuyas ruinas nos conmueven hoy- surgieron estadistas y magistrados íntegros; militares de honor, que escalaron con nuestra bandera las montañas más empinadas del globo; médicos abnegados; sacerdotes virtuosos; abogados que han adornado el foro argentino; comerciantes y artesanos laboriosos; honestos padres y madres de familia; porque nuestro maestro deseaba que las calidades del corazón sostuviesen los talentos del espíritu, y que a la conciencia se hermanaran constantemente la pureza y rectitud”.
Era tal su prestigio que cuando se trató de erigir el monumento en su honor, el Congreso argentino, a pedido del diputado nacional Dr. Pedro Olaechea y Alcorta, concedió por unanimidad la suma de 50.000 pesos para perpetuar en el bronce a este inmortal pedagogo y dominico gallego.
Ahora, a los cien años de su muerte, la agrupación A. G. U. E. A. organiza un homenaje en su honor para dejar constancia de que los gallegos no olvidan a sus compatriotas que sembraron cultura y civilización por todas las partes del mundo, al que no dudamos habrán de adherirse todos los gallegos amantes de sus auténticas glorias.
En sus primeros tiempos se dedicó a ejercer la profesión de marino a partir del año 1795. En el año 1804 se embarcó con destino al Río de la Plata, con tan poca fortuna que antes de llegar a las playas argentinas, un furioso temporal hizo zozobrar a la embarcación, salvándose asido a una tabla.
Parece ser que tan singular circunstancia le movió a abrazar el estado religioso, solicitando la toma del hábito en el convento de Santo Domingo de Buenos Aires, profesando en el de San Telmo como hermano lego el 7 de marzo de 1808. Le tocó vivir, pues, en Buenos Aires los azarosos y bélicos años de 1806 y 1807, en que la capital federal tuvo que hacer frente a las invasiones inglesas, y en que se cubrió de gloria el famoso Tercio de Gallegos, mandado por el científico galaico Cerviño, cuyo 150 aniversario se cumplirá en el próximo julio, y cuya gozosa conmemoración brindo a nuestro Centro Gallego, coincidente con el cincuentenario de su fundación.
Después de una corta estancia en el convento de La Rioja, Fr. Juan Grande se instala definitivamente en la residencia dominica de Santiago del Estero, hacia noviembre de 1812. Y aquí es donde él va a realizar la obra que ha de hacer imperecedero su nombre.
Aparte de los deberes concernientes a los miembros de su congregación, Fr. Grande se dedica preferentemente a la labor educativa. Cuando llega a Santiago hay algo que ha impresionado fuertemente su corazón. Allí no hay escuelas, no las hubo nunca, y el pueblo vive en la espesa ignorancia. Sus habitantes son víctimas de toda clase de desafueros, atropellos que se ven favorecidos además por la inestable situación política y social en que se desarrollaba entonces la historia de la República Argentina. Fr. Grande se da cuenta como un pueblo, inerme culturalmente, es pasto siempre de la injusticia, de la pobreza y de la tiranía, que ofrecían por aquellos tiempos las más terribles e insolentes manifestaciones. Y en su alma de apóstol se ilumina la generosa idea de acabar con aquel estado de cosas, atacando a su principal causa, que no es otra que la ignorancia. Y desde ese momento que concibe su obra, todo el tiempo le es poco para llevarla acabo.
Funda la primera escuela, y con una devoción y un entusiasmo que no conocen el descanso ni la fatiga, “salvó la civilización de esta Provincia –según raza uno de los considerandos del gobernador de esta demarcación, al colocar la primera piedra del templo erigido a su recuerdo en 1910-, enseñando gratuitamente por espacio de cuarenta y cinco años”.
Aparte de lo que supone su esfuerzo y su bondadosa intención, los mejores frutos de su obra están bien representados en una lista de alumnos distinguidos que fueron, con el tiempo, los más altos valores de la intelectualidad santiagueña. Alumnos bien agradecidos que habían de ser los más deseosos, años después, de testimoniar en un gran homenaje a su memoria, los tributos de la gratitud.
El homenaje se lleva a su realización el 1 de enero de 1910, consistente en erigir un monumento que perpetúe su memoria en el pueblo que recibió de su laboriosidad los más altos ejemplos de cultura y fraternidad, del austero educador gallego. En esta ocasión el Dr. Rainerio Lugones, que representaba al Gobierno de la provincia, pronunció sentido discurso al que pertenecen estas palabras bien significativas: “Con este homenaje al lego dominico y al maestro del abecedario se satisface una deuda de gratitud que se imponía y estimulaba a los que en el seno de la oscuridad están elaborando sin los incentivos del brillo y de la fama, el porvenir de los pueblos, la paz de los hombres. Esta labor de Fr. Grande, paciente y continuada durante medio siglo, a la sombra de una modestia pura de toda pretensión, limpia de esa conciencia de la propia importancia como si diluida la aspiración personal en el de la humanidad toda, en una definitiva y total absorción del todo a la parte, del grupo al individuo, se perdiera en absoluto la noción del esfuerzo propio, es hermana de aquella labor poética de Fr. Luis de León”.
Veamos ahora lo que dijeron en tal ocasión tres de sus más valiosos discípulos, y que son de mucho más valor probatorio que todo lo que nosotros pudiéramos decir:
El presbítero y elocuente orador sagrado Olegario Hernández, decía: “Desde su obscura celda, con una mirada profunda como la del águila, contempla nuestro pueblo sumergido en la ignorancia, y como obrero laborioso, se consagra a la educación de la juventud”.
Pedro Firmo Unzaga decía en un artículo: “Hombre de acero para el trabajo, diligente y laborioso, firme en sus propósitos; voluntad inquebrantable para realizarlos, eran las calidades que caracterizaban a esa pléyade de hombres que, como nuestro maestro, constituían la última expresión de la época colonial; y merced a esas calidades, se mantuvo, venciendo dificultades sin cuento, durante 45 años al través de las vicisitudes de la guerra civil”.
El ilustre historiador y literato Ángel J. Carranza, escribía: “De los bancos de esa escuela –modelo de disciplina y cuyas ruinas nos conmueven hoy- surgieron estadistas y magistrados íntegros; militares de honor, que escalaron con nuestra bandera las montañas más empinadas del globo; médicos abnegados; sacerdotes virtuosos; abogados que han adornado el foro argentino; comerciantes y artesanos laboriosos; honestos padres y madres de familia; porque nuestro maestro deseaba que las calidades del corazón sostuviesen los talentos del espíritu, y que a la conciencia se hermanaran constantemente la pureza y rectitud”.
Era tal su prestigio que cuando se trató de erigir el monumento en su honor, el Congreso argentino, a pedido del diputado nacional Dr. Pedro Olaechea y Alcorta, concedió por unanimidad la suma de 50.000 pesos para perpetuar en el bronce a este inmortal pedagogo y dominico gallego.
Ahora, a los cien años de su muerte, la agrupación A. G. U. E. A. organiza un homenaje en su honor para dejar constancia de que los gallegos no olvidan a sus compatriotas que sembraron cultura y civilización por todas las partes del mundo, al que no dudamos habrán de adherirse todos los gallegos amantes de sus auténticas glorias.
VILANOVA, A.: “Fray Juan Grande Fernández”, Galicia Emigrante, ano 4, nº 28, maio, 1957.
Alberto Vilanova - Ensaísta e Historiador | Aviso Legal | © 2011 albertovilanova.com
Deseño: Jose Lameiras Vilanova