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 EL P. FEIJOO FRENTE A MAQUIAVELO (1976)

Frente a una teoría no compartida, si los hombres que adoptan la actitud opositora, lo hacen con altura de miras, con elegancia moral y sobre todo con firmeza incorruptible, pueden dejar en su enfrentamiento el sello indeleble de una gran personalidad, sin perfiles escabrosos y sin flancos vulnerables.

Así fue el P. Feijoo frente a la teoría maquiavélica, a la que combatió con soltura y entereza, con la misma integridad de ánimo con que flageló otras opiniones que le parecieron nefandas o perniciosas.


Parecerá a algunos un tanto inoportuno o destemplado, el encuadre de esta posición feijoniana, si tenemos en cuenta que en nuestros días circula con profusión e insistencia una corriente polémica favorable al escritor y diplomático florentino. Todos los avales satisfactorios  semejan estar ahora en franca.

Parecerá a algunos un tanto inoportuno o destemplado, el encuadre de esta posición feijoniana, si tenemos en cuenta que en nuestros días circula con profusión e insistencia una corriente polémica favorable al escritor y diplomático florentino. Todos los avales satisfactorios semejan estar ahora en franca vindicación del maquiavelismo. No puede sorprendernos esta postura, si tenemos en cuenta que gran parte de la política en todo el orbe, estuvo y está inspirada en principios fundamentalmente maquiavélicos, no siendo por lo tanto raro o sorpresivo, que gentes proclives a aceptar aquellas tácticas, surjan ahora y siempre, buscando razones y arbitrando argumentos favorables al sistema político defendido por Maquiavelo.
Por eso antes de tratar de los puntos relacionados con esta doctrina en la obra de P. Feijoo, es menester digamos muy brevemente algo referente al estado de la controversia en torno a Maquiavelo, y decimos muy brevemente, ya que un detenido análisis de la cuestión, rebasaría desmesuradamente los límites a que debe sujetarse nuestro trabajo.

Desde Shakespeare que rebaja a Maquiavelo a la condición de sanguinario, hasta Alfieri que lo eleva a la condición de divino, han terciado en el problema hasta nuestros días, casi quinientos escritores, corriendo toneladas de tinta manteniendo las tres únicas conductas posibles: la de la censura intransigente, la del elogio apasionado y la de los que adoptan la conducta de buscar al lado de los grandes defectos, la de las grandes virtudes. Refiriéndose al Príncipe, el gran filósofo contemporáneo Cassirer lo dice así: "Aun ahora, cuando el libro ha sido abordado desde todos los ángulos, después de ser discutido por filósofos, historiadores, políticos y sociólogos, este secreto no ha sido todavía completamente revelado. De un siglo a otro, casi de generación a generación, encontramos no sólo un cambio, sino una inversión completa en los juicios sobre El Príncipe. Lo mismo puede decirse sobre el autor del libro. La imagen de Maquiavelo, confusa por el amor de unos y el odio de otros, ha cambiado en la historia; y es extremadamente difícil reconocer, detrás de todas esas variaciones, la efigie verdadera del hombre y el tema de su libro".

Es tan sumamente confuso y heterogéneo el emplazamiento mental de todos cuantos intentan penetrar en las reconditeces ideológicas de Maquiavelo, que nos vemos frecuentemente sorprendidos por las más audaces e insólitas aseveraciones de sus intérpretes y glosadores. Así algunos autores españoles aparecen afectados sin disimulo de un inequívoco maquiavelismo. Tal es el caso de Arias Medrano, Antonio Pérez...; otros en cambio que no parecen simpatizar con Maquiavelo e incluso lo han combatido, han incurrido en mantener posiciones más propias de éste que de sus refutadores; los ejemplos de Gracián, Saavedra Fajardo y Quevedo entre otros, son testimonio distinguido de esa incongruencia en el pensamiento.

En tiempos más modernos es fácil percibir otro tipo de ponderaciones. Así, si no temiéramos incurrir en digresiones sumamente difusas, sería motivo de especial tratamiento porque Marx y Engels simpatizan con Maquiavelo; porque Lenin recomienda El Príncipe a sus seguidores como remedio a la estupidez; porque hombres de preclara inteligencia como Sabine y Croce, e incluso historiador tan sesudo como Toynbee se cuenten entre la nómina de los loadores. Otros más parcos en su estimativa como Dilthey, Roeder y Mayer, presentan a Maquiavelo como un producto de su tiempo, ligado al Renacentismo y al espíritu conmovido de la política de su época, hombre a la defensiva y político profesional, que busca en la materialización triunfal de los hechos, sea cual fuere su forma moral, el éxito de sus propósitos. Espigando en la obra de otros muchos autores, llegamos a establecer algunas coincidencias generales en cuanto a la crítica de la aventura maquiavélica. Se hace notar en primer lugar que Maquiavelo no se propuso en ningún momento construir una moral diferente, sino reflejar el convulso instante vivido; de que hay que reconocer en este personaje, al lado de su dualismo moral, una valentía y una sinceridad en sus conclusiones que hasta entonces pocos habían mantenido; que es innegable su influencia en la vida de muchas personalidades pertenecientes a distintas etapas históricas; y por último, que no se puede tratar de un modo unilateral, sino extrayendo una real imagen de la totalidad de sus escritos.

Ahora bien, no sería correcta esta bibliografía, si no citáramos algunos autores actuales, acérrimos antimaquiavelistas, no dejados ganar por la corriente revalidante. Elegimos a este objeto, tres nombres bien significados por dos atributos inviolables en la dignidad humana: un profundo sentido ético en la política y una fervorosa devoción por la libertad, sin las cuales no se puede asumir con decoro y grandeza ninguna misión cívica. No todo el incienso, reivindicación o mitigaciones alrededor del retorcido autor de El Príncipe.

El primero, Henry Thomas, que en una semblanza dedicada a Maquiavelo, le endilga el remoquete de el discípulo del diablo, y condensa agudamente su contenido doctrinal, en el credo maquiavélico de 10 salvajes mandamientos:

1. Cuida ante todo tus propios intereses.
2. Hónrate a ti mismo antes que a nadie.
3. Practica el mal y aparenta hacer el bien.
4. Codicia y atrapa todo lo que puedas.
5. Lo mejor, después de todo, es ser un miserable.
6. En todo caso lo mejor es la brutalidad.
7. Engaña a la gente cada vez que tengas ocasión.
8. Abate a tus enemigos y, si es necesario, también a tus amigos.
9. Emplea la fuerza antes que la amabilidad al tratar con otras gentes.
10. No pienses en otra cosa que en la guerra.

Rocker, el pensador ácrata alemán, de contundentes aserciones nos dice:
Maquiavelo ha desarrollado con lógica de hierro la concepción del valor histórico del "gran hombre", que hoy ha vuelto a asumir formas tan peligrosas. Su libro sobre "El Príncipe" es la cristalización espiritual de un período en cuyo horizonte político irradiaban las siniestras palabras "Nada es verdadero, todo es permitido". El crimen más espeluznante, la acción más reprobable se convierten en una gran acción, su necesidad política, apenas aparece el hombre-amo. Las consideraciones morales sólo tienen validez para el uso privado de los débiles; pues en la política no hay puntos de vista morales, sino simplemente problemas de poder cuya solución justifica el empleo de todos los medios que prometan éxito. Maquiavelo ha elevado a sistema lo amoral del poder estatal y ha intentado justificarlo con una franqueza tan cínica, que se ha supuesto a menudo y aun hoy se pretende en parte que su "Príncipe" fue concebido sólo como una sátira sangrienta contra los déspotas de su tiempo. Pero se olvida que ese escrito fue hecho para el uso privado de un Médicis, no para darlo a la publicidad, pues vio la luz después de la muerte de su autor.

En tercer lugar, tenemos al psicólogo y humanista yugoeslavo V. J. Wukmir, el cual al referirse a Maquiavelo nos da estas substanciosas impresiones:
Era un gran escritor, un patriota ardiente. Y no se le puede culpar de hipocresía personal: era sincero buscador de su propia verdad. Podemos tratar de explicarlo por sus complejos desde dentro, o por su tiempo y ambiente por fuera. Pero aun con toda comprensión no podemos por menos de considerarle como un terrible monstruo que ejerció una influencia satánica. Si su acto puede excusarle, el resultado le acusa de manera gravísima: si todos los hombres son malos, el príncipe también lo es entonces. ¿Por qué es necesario que la humanidad sea gobernada si todos son malos? Para tal humanidad la mejor solución no sería un príncipe supermalo sino simplemente la bomba plutónica.

Lo de Maquiavelo no es una verdad sino un prejuicio. Podemos encontrar en la historia y en nuestro propio ambiente de hoy a los maquiavélicos en todas las capas de la sociedad, en todas las profesiones. Podemos retratar emperadores y prelados, conquistadores y misioneros, piratas y condotieros en el pasado; podemos sorprender a nuestro alrededor a banqueros-arañas, tiburones industriales, o bien ideólogos espumeantes que se creen autorizados a seguir los principios de Maquiavelo en nombre de su superioridad de ideas. Pero millones de gente no caben dentro del esquema del florentino, la mayoría de la humanidad de todos los tiempos, de todas las razas, de todos los continentes. El hombre no nace malo, ni el primitivo ni el civilizado. Si sus actos resultan malos a veces, es la coexistencia que le induce a ello. O bien sus instintos no quieren tomar nota del otro, o bien sus equilibrios están en deficiencia. Ni su culpa es siempre individual sino que procede en muchos casos de la culpa colectiva o de la herencia. La convivencia social es difícil no porque el hombre sea malo, sino porque es coexistencia de individuos y de personas, cuyos instintos van a lo suyo.

Como se ve no faltaron en todo tiempo pensadores de alto valor, que compartiesen la militancia antimaquiavelista del P. Feijoo.
Páginas y más páginas podríamos escribir  acumulando los aspectos más sugestivos de la inmensa bibliografía maquiavélica.

En un estudio más detenido que preparamos sobre Las ideas políticas del P. Feijoo, trataremos otros puntos de este problema con más amplitud y esmero. Solamente a título de algunos antecedentes documentales, consignamos este ceñido índice de referencias varias acerca de Maquiavelo, limitando nuestro trabajo a un escarceo polémico, al contrastar determinados juicios del sabio benedictino de Casdemiro y del sagaz diplomático de Florencia.


UN DEBATE ALECCIONADOR SOBRE LA HISTORIA

La disparidad de sentimientos y pensamientos entre ambos personajes, hace lógicamente inconciliables la visión de dos concepciones tan profundas como la Historia y la Política. Lo que a nosotros nos interesa destacar aquí, son aquellos temas conflictivos en donde se agudizan las hondas divergencias de los dos pensadores, en este caso historiológicos, al margen, claro está, de que existan lo mismo en el gallego que en el florentino, aspectos ponderables que pueden ser cuestionados en el primero y enaltecidos en el segundo.

Cassirer ha dicho que la ciencia política de Maquiavelo y la ciencia natural de Galileo se basan en el axioma de la unidad y homogeneidad de la naturaleza.
Por eso la interpretación histórica de la política del astuto florentino descubre que todas las edades tienen la misma estructura fundamental. El que conoce una edad las conoce todas. El político que se enfrenta a un problema concreto y efectivo, puede encontrar siempre en la historia el recurso de un caso inédito, y obtener de dicha analogía el curso conveniente de su acción. El conocimiento del pasado es una guía segura; quien ha logrado tener una visión clara de los acontecimientos del pasado, sabrá como entendérselas con los problemas del presente y como disponer el futuro. No hay, por consiguiente, para un estadista mayor peligro que desconocer los grandes ejemplos de la historia. "Que nadie se maraville, -dice al principio de "El Príncipe"-, si en cuento voy a decir sobre los principados enteramente nuevos, y sobre los príncipes y los estados, aduzco ejemplos eminentísimos; pues los hombres caminan casi siempre por los caminos que otros anduvieron y en sus acciones proceden por imitación... Un hombre prudente debe entrar siempre en los caminos que recorrieron los hombres grandes, aquellos cuya excelencia es digna de imitarse; pues de este modo, si su virtud no alcanza a igualarlos, podrá por lo menos ser un reflejo de ellos".

Las ideas políticas e histórico-filosóficas de Maquiavelo se hallan orgánicamente entrelazadas. Como historiador estaba tenazmente persuadido de que la Historia es la maestra de la vida, y precisamente por esto no tenía una clara idea del progreso. Así en sus Décadas mantiene su opinión:
Quienquiera que compare el presente con el pasado, se dará cuenta en seguida de que en todas las ciudades y en todas las naciones prevalecen los mismos deseos y pasiones que han prevalecido siempre; por cuya razón sería tarea fácil para quien examinase cuidadosamente los acontecimientos pasados, prever los que van a ocurrir en toda la República, y aplicar los remedios utilizados por los antiguos en casos parecidos; o, de no encontrar ninguno utilizado por ellos, emplear otros nuevos que hubiesen podido utilizarse en circunstancias similares... Y como quiera que estos acontecimientos los producen los hombres, cuyas pasiones y disposiciones permanecen iguales en todas las edades, originan naturalmente los mismos efectos.
Daba tal importancia al magisterio de la Historia que los grandes males de los pueblos se los achacaba al desconocimiento de que las gentes tenían del pasado:

Mas para ordenar las repúblicas, mantener los estados, gobernar los reinos, organizar los ejércitos, administrar la guerra, practicar la justicia, engrandecer el imperio no se encuentran ni soberanos, ni repúblicas, ni capitanes, ni ciudadanos que acudan a ejemplos de la antigüedad; lo que en mi opinión procede no tanto de la debilidad producida por los vicios de nuestra actual educación... como de no tener perfecto conocimiento de la historia o de no comprender, al leerlas, su verdadero sentimiento ni el espíritu de sus enseñanzas. De aquí nace que a la mayoría de los lectores les agrada enterarse de la variedad de los sucesos que narra, sin parar mientes en incitar las grandes acciones, por juzgar la imitación, no sólo difícil, sino imposible; como si el cielo, el sol, los elementos, los hombres, no tuvieran hoy el mismo orden, movimiento y poder que en la antigüedad... De suerte que examinando con atención los sucesos de la antigüedad, cualquier gobierno republicano prevé lo que ha de ocurrir, puede aplicar los mismos remedios que usaron los antiguos, y, de no estar en uso, imaginarlos nuevos, por la semejanza de los acontecimientos.

Como se deduce por los párrafos transcriptos, Maquiavelo tenía un concepto estático de la Historia. No le interesaban los rasgos substantivos de una etapa histórica, sino que buscaba los rasgos recurrentes, esas cosas que son análogas en todo tiempo. Unos creen que la historia no se repite nunca, él piensa que se repite siempre. Predomina en su concepción, lo que el filósofo Paolo Lamanna llama una "consideración puramente naturalista de la historia". Maquiavelo creía demasiado en el retorno y la reiteración de la historia. Sin embargo, la Historia no es jamás la misma, no es nunca reversible; no vuelve sobre sus pasos, ni desanda su camino. Pueden existir ciertos paralelismos externos y semejanza en el rostro de los hechos; pueden hasta existir coincidencias causales y factores homólogos. Pero jamás, una rigurosa identidad, "nunca en la misma sangre ni la misma progenie, que cambian sin cesar como el agua que corre bajo los puentes, y que compuesta de los mismos elementos, nunca es la misma".

Lo cierto es, que este concepto que Maquiavelo mantenía sobre la Historia, le llevó en muchos casos a las conclusiones y a las generalizaciones más absurdas. De unos cuantos ejemplos recogidos del pasado, infería las afirmaciones más temerarias.

Lo que tenía de estática y retardataria la concepción maquiavélica, la tenía de dinámica y progresista la concepción de feijoniana.
En los tomos IV y V del Teatro Crítico, puede el curioso y atento lector, encontrar diversas opiniones en torno a la Historia. El P. Feijoo, todo lo contrario que Maquiavelo, niega que la Historia posea la suficiente eficiencia didáctica para que los hombres pueden enfrentar las de la vida:
Hállanse, a la verdad, libros llenos de documentos políticos y las historias proponen numerosos ejemplares que aun son más instructivos que los documentos, porque representan más sensible la aplicación a la práctica, según las circunstancias ocurrentes. Mas, mirándolo con sutil reflexión, esta instrucción es sólo aparente, que hace alguna figura en la teórica y es inútil en la práctica. La razón es, porque cuando quieren ponerse aquellos preceptos en ejecución, nunca concurre en el hecho el mismo complejo de circunstancias que se halla en el libro...

Siendo el hombre el sujeto activo de la Historia, por lo tanto el que protagoniza su acontecer, no puede concebirse aquello sin éste. Pero así como Maquiavelo sostenía que todos los hombres a lo largo de los tiempos, por tener iguales pasiones, se producen con iguales reacciones, el P. Feijoo no comparte esa identidad con estos argumentos:

El modo suele importar tanto, a veces más, que la sustancia de las acciones, y ésta es inimitable. Cada hombre tiene el suyo especial y característico que le distingue de los otros, y aun en el mismo individuo varía según  la distinta temperie de su cuerpo o diversas disposiciones de su espíritu. Una sentencia libre, dicha con valor y gracia, suele excitar la admiración, el respeto o el aplauso de aquel mismo a quien  en alguna manera hiere; y la propia, pronunciada con miedo, con donaire, o con ingrato ceño, mueve a desprecio o a ira.
Al hablar de la diferencia entre los genios, remarca esas diferencias psicológicas:
Del mismo modo no hay hombre que no tenga su temperamento particular distinto del de todos los demás; y a distintos temperamentos, no hay duda que corresponde genio distinto.

Mientras Maquiavelo achaca gran parte de los males de los pueblos a la insuficiente lectura de los libros de Historia por parte de sus hombres de Estado, el P. Feijoo nos dice con su habitual y sutil ingenio:

En todos los tiempos hubo insignes políticos sin libros, y cortísimos políticos con el uso de ellos. Es cierto que en Tácito se hallan bien representados los errores por los cuales los príncipes perdieron la corona, y los artificios con que otros la adquirieron o conservaron. Carlos I de Inglaterra era muy dado a la lectura de Tácito, a quien respetaba como oráculo manual de su gobierno. Sin embargo, ni acertó a evitar los errores de los unos, ni a imitar los artificios de los otros. Con toda la gran guía de Tácito, apenas dio paso alguno que no le condujera al precipicio; y siguiendo los rumbos, bien o mal entendidos de aquel político, bajó del solio al cadalso. A Carlos I de Inglaterra puede contraponerse Carlos I de España y V de Alemania, el cual, sin el socorro de la lectura, dejado a la fuerza ventajosa de su genio, fue uno de los más profundos políticos de su siglo. Los romanos conquistaron el mundo sin libros, y lo perdieron después que los tuvieron.

El P. Feijoo teniendo en cuenta otras circunstancias, cede con algunas concesiones:
A nadie hará político el estudio de la Historia, que no lo sea por su genio y naturaleza; pero al que tuviese las prendas naturales necesarias podrá traerle alguna utilidad, ya porque le da  en general más conocimiento de la variedad de los genios de los hombres, ya porque la naturaleza de muchos y extraños sucesos hará que no le sorprendan o pasmen los que ocurrieron. Ya porque los altos y bajos de la fortuna que se presentan a cada paso en la historia le harán cauto para no fiarse mucho en la suya. Verdad es que todo esto tiene su contrapeso, porque lo primero puede hacerle perplejo, lo segundo y lo tercero, tímido.


LA VERDAD Y LA MENTIRA

¿Quién no sabe que la verdad es fuerte, lo más fuerte después del Todopoderoso? La verdad no necesita de la política ni de las estrategias o de las aprobaciones oficiales para salir victoriosa. Estas cosas son más bien las maniobras de que se sirve la mentira en la lucha contra el poder. En cuanto a la verdad, basta con situarla en el lugar que corresponde. (Milton).


El primer impugnador español de Maquiavelo fue el jesuita Pedro de Ribadeneyra, que por curiosa coincidencia histórica pertenece a nuestra estirpe racial y que adoptó el apellido del lugar gallego en que nació su abuela materna. Pero así como su compañero de Orden, el P. Mariana se enfrenta con el maquiavelismo sin nombrar a su creador, el P. Ribadeneyra no silencia su nombre. El motivo que le impele está claro en el título de su libro: "Tratado de la Religión y virtudes que debe tener el Príncipe Cristiano para gobernar y conservar sus Estados contra lo que Nicolás Maquiavelo y los Políticos de este tiempo enseñan" (1601). Defiende la fe jurada y la justicia, acepta en parte la Razón de Estado; combate principalmente la simulación y la tiranía.
Se distingue esta obra por el rigor inquisitorial que la inspira, hasta cierto punto explicable si tenemos en cuenta el ambiente del siglo XVI en que se escribió. Esto no impide que contenga algunos conceptos felices, como cuando escribe:

Puede decirse que casi todos los tiranos han sido primero demagogos que han ganado  la confianza del pueblo calumniando a los principales gobernantes, y todas las maniobras que la tiranía emplea para sostenerse son profundamente perversas.

Ignoramos si el gran benedictino tuvo en cuenta la obra de Ribadeneyra para combatir el maquiavelismo, aunque nos inclinamos a aceptar más que cualquier sugestión ajena, le indujo a adoptar aquella actitud, su formación cultural, sus reacciones temperamentales y sobre todo su sensibilidad moral para tocar ese tipo de temas. En estos problemas trascendentales en la vida social, el pudoroso monje gallego, solía afinar la instrumentación casuística.
Siendo como era el P. Feijoo un apasionado defensor de la verdad, no puede sorprendernos ante un Maquiavelo que significa la astucia, el engaño, el fraude, indiferencia en la pugna de la verdad con la mentira, aprovechamiento cínico de cualquier coyuntura para el encubrimiento propio, práctica de la inmunda sentencia de que el fin justifica los medios, condene y fustigue sin tregua, tan miserable concepto de la vida moral. Y no debemos olvidar que uno de los actos más nobilísimos de los hombres es la defensa y divulgación de la verdad, pues aparte de saborear tan íntima satisfacción intelectual y moral, irradia siempre un rayo de luz en la mente penetrable de sus semejantes.

Cuando toca este tema este fraile perspicaz, lo hace como siempre respondiendo al dictado de su razón, sin paliativos, sin digresiones, sin dobles filos, sino recto, firme y claro como corresponde a su carácter y convicciones. Ni motivos sentimentales o adventicios le apartan de su camino. Para él parece escrito el clásico proverbio Amico Plato, sed magis amica veritas.

Es muy vieja en el hombre esta actitud moral y mental. Desde que siente la responsabilidad existencial de sus deberes, se ha planteado muchas veces el ser y la función de la verdad. Y desde entonces llegó ala verdad por distintas vertientes hasta conseguir percibir sus contornos sin sacrificar su esencialidad ontológica. Zubiri nos dice que "la verdad es la posesión intelectual de la índole de las cosas". Por su parte, Unamuno, sin la exigencia especulativa de Zubiri, después de reflexionar sobre la verdad, termina diciéndonos que es "aquella que uno cree con todo corazón y con toda el alma y de acuerdo con lo cual obra". Si se pudieran complementar estas dos definiciones, obtendríamos un precioso dictamen de la verdad. Para Unamuno, lo primario es la verdad moral, y de ella procede la verdad lógica. Lo contrario de lo primero es la mentira, y lo contrario de la segunda es el error. En este último sentido, el P. Feijoo, paladín y apologista de la verdad, a pesar de considerar al error como una enfermedad del espíritu y nocivo a la razón, no deja de incurrir en algunos de esos desaciertos, frutos muchos de ellos del clima cultural que le tocó padecer. Por ejemplo creía en la existencia de dragones y nereidas, dudaba de la de los hipopótamos, e incluso sostenía que en su patria Galicia hay terrenos donde si se siembra trigo nace centeno, etc.
El P. Feijoo tenía también su propio juicio de valor a este respecto. A él pertenecen estos sabrosos y válidos conceptos:

Quien considerase que para la verdad no hay más que una senda, y para el error, infinitas, no extrañará que caminando los hombres con tan escasa luz se descaminen los más. Los conceptos que el entendimiento forma de las cosas, son como las figuras cuadriláteras, que sólo de un modo pueden ser regulares; pero de innumerables modos pueden ser irregulares.

En cualquiera materia que se ofrezca al discurso, es utilidad bastante conocer la verdad y desviar el error. El recto conocimiento de las cosas por sí mismo es estimable, aun sin respecto a otro fin alguno criado. Las verdades tienen su valor intrínseco, y el caudal o riqueza del entendimiento no constan de otras monedas. Unas son más preciosas que otras, pero ninguna inútil.

Se tiene dicho que los hombres no han luchado nunca por la verdad, sino que han luchado por su verdad. Puede darse ese caso. Pero lo amoral no es defender una verdad que consideramos pura, que sostenemos con firmeza y que la hemos conformado con ingredientes mentales sanos y honestos, sino defender una verdad convencional, sintiendo en la intimidad de nuestra conciencia que estamos defendiendo una auténtica falsedad. Además, el falsario comete una doble culpa, pues no sólo daña a sus semejantes, sino que con tan ordinaria bellaquería se corrompe y envilece. Unamuno decía que "mejor es un error, en el que se cree, que una realidad en la que no se cree. No el error, sino la mentira, mata el alma".
Veamos ahora cuales eran las posiciones maquiavélica y feijoniana ante la utilidad de la mentira.
Maquiavelo al referirse al fingimiento en el príncipe, nos dice lo que sigue:
Todo el mundo sabe cuan laudable es que el príncipe prefiera la lealtad a la falacia. Sin embargo, la experiencia de nuestros tiempos prueba que los príncipes a quienes se ha visto hacer grandes cosas tuvieran poco en cuenta la fe jurada, procurando atentamente engañar a los hombres y consiguiendo al fin dominar a quienes confiaban en su lealtad. No debe, pues, un príncipe ser fiel a su promesa cuando esa fidelidad le perjudica y han desaparecido las causas que le hicieron prometerla. Si todos los hombres fueran buenos no le sería este proyecto, pero como son malos y no serían leales contigo, tú tampoco debes serlo con ellos. Jamás faltarán a un príncipe argumentos para disculpar el incumplimiento de sus promesas. Pero es indispensable disfrazar bien las cosas y ser maestro en fingimiento, aunque los hombres son tan cándidos y sumisos a las necesidades del momento que quien engañe, encontrará siempre quien se deje engañar.

En otro de sus trabajos afirma que "aunque el engaño sea en todo lo demás, reprensible, en la guerra es cosa laudable y digna de elogio, y lo mismo se alaba a quien por medio de él vence al enemigo que a quien lo rechazara por la fuerza".

No cabe duda que Maquiavelo con este tipo de política sórdida y de doblez, creó un tipo de escuela moral para estadistas mendaces, cínicos y protervos. En muchos de ellos es fácil percibir la honda huella que dejaron las inescrupulosas máximas del florentino. Así Erich Kahler hablando de "Mi lucha" del tirano teutón, nos afirma:

Las únicas contribuciones originales de su libro, tan pobre en todos los demás aspectos, son los brillantes párrafos referentes a la propaganda. Estos constituyen una valiosa aportación y un suplemento a "El Príncipe", de Maquiavelo. El axioma, por ejemplo, de que se deben contar solamente mentiras grandes, porque nadie cree en las pequeñas, está enteramente de acuerdo con la obra de Maquiavelo. Hitler actuó  en perfecta consonancia con ese axioma. No sólo mintió y engañó en escala grandiosa y especuló con la cobardía, indolencia y negligencia de todos; sabía que una acumulación de crímenes y atrocidades no agudiza, sino que más bien embota, las reacciones universales contra ellos. Al principio se resisten las gentes a creer que tales cosas puedan ser verdad porque son incapaces de imaginarlas. Cuando finalmente, se ven forzados a creerlas, están ya acostumbradas a aceptarlas como inevitables. Si Hitler tiene algo de genio, es esa capacidad de llevarlo todo a cabo hasta el fin, el grado metafísico de su criminalidad, el abandono deliberado de todos esos restos de inhibiciones y preocupaciones morales que el criminal ordinario conserva aún...

No deja de ser interesante que el que tenga prioridad en todos los asuntos de tipo político tocados por el P. Feijoo en su Teatro, sea éste de Maquiavelo, al que dedica en los tomos I y V, respectivamente, dos trabajos titulados "La política más fina" y "Maquiavelismo de los antiguos", a pesar de que el propio Feijoo declara que no ha leído sus libros, que sólo los conoce a través de "sus máximas capitales, citadas en otros autores". Sin embargo, estos pasajes debían ser muy extensos y esenciales, porque fueron más que suficientes para dar al entendimiento feijoniano una idea cabal de la doctrina maquiavélica.
Comienza su primer trabajo haciendo constar de manera directa y terminante que:
El centro de toda la doctrina política de Maquiavelo viene a estar colocado en aquella maldita máxima suya de que, para las medras temporales, "la simulación de la virtud aprovecha, la misma virtud estorba". De este punto sale, por líneas rectas, el veneno de toda la circunferencia de aquel dañado sistema.

Todo el mundo abomina el nombre de Maquiavelo, y casi todo el mundo le sigue. Aunque, por decir la verdad, la práctica del mundo no se tomó de la doctrina de Maquiavelo. Aquel depravado ingenio  enseñó en sus escritos lo mismo que él había estudiado en los hombres. El mundo era el mismo antes de Maquiavelo que es ahora; y se engañan mucho los que piensan que los siglos se fueron maleando así como se fueron sucediendo. La Edad de Oro no existió sino en la idea de los poetas; la felicidad que fingen en ella sólo la gozaron un hombre y una mujer, Adán y Eva, y eso con tanta limitación de tiempo que, bien lejos de llegar a un siglo (según muchos Padres), no duró un día entero...

Lo que estamparon en sus libros Maquiavelo, Hobbes y otros políticos infames es lo mismo que a cada paso se oye en los corrillos: que la virtud es desatendida; que el vicio se halla sublimado; que la verdad y la justicia viven desterradas de las aulas; que la adulación y la mentira son las dos alas con se vuela a las alturas. Suponiendo, pues, que éste sea error, debe colocarse en el catálogo de los errores comunes; y el demostrar que lo es, será el asunto de este capítulo, dando a conocer, contra la opinión del mundo, que la política más fina y más segura, aun para lograr las conveniencias de esta vida, es la que estriba en justicia y verdad.

En el segundo trabajo sale al paso de los que sostienen que Maquiavelo era enemigo de la tiranía, con este párrafo no exento al final de cáustica ironía:
No hay hombre alguno que no aborrezca la tiranía entretanto que la considera gravosa a su persona, o que tema que parte del peso de ella cargue sobre sus hombros. Pero muchos de los que la aborrecen en general, la desearán en particular, si tienen esperanzas de que el favor del tirano mejore su fortuna. Es muy natural considerar en esta postura el pensamiento de Maquiavelo cuando escribió su libro. Dominaban ya entonces los Médicis la ciudad de Florencia, y creería lisonjearlos aprobando como natural y debida dominación dispensada en toda ley y franquearlos, cuanto estaba de su parte, el camino para el despotismo. Acaso le pasaría por la imaginación que algún Príncipe le hiciese primer Ministro suyo, con la esperanza de elevar a superior grado su grandeza teniendo a su lado al autor de aquellas máximas.

Lo mismo la mentira que el mentiroso son marcados a fuego con los más duros calificativos, llegando a constituir en el orden moral uno de los postulados fundamentales de su pensamiento:

La mentira es propia de genios viles, y mezclándose, como se mezcla, con la adulación en los ambiciosos, los hace vilísimos, porque los constituye siervos de todos los demás hombres. A todos se someten, a todos se humillan, a todos tratan como a dueños: a unos, porque les hagan bien; a otros, porque no les hagan mal: parecidos a los salvajes de la Virginia, que no sólo adoran los astros por que los alumbren y fertilicen, mas también adoran todo lo que temen, y pasan por deidades entre ellos... Es preciso que dondequiera que haya hombres haya embusteros que finjan y haya necios que crean... La mentira nunca es lícita, aunque ocasionalmente pudiera ser saludable.

En otro de sus muchos párrafos dedicados a demoler el feo vicio de mentir, dice:
No se tiene el mentir por afrenta. La nota de mentiroso a nadie degrada de aquel honor, que por otros respetos se le debe. El caballero, por más que mienta, se queda con la estimación de caballero, el Grande con la de Grande, el Príncipe con la de Príncipe. Contrario me parece esto a toda razón. El mentir es infamia, es ruindad, es vileza. Un mentiroso es indigno de toda sociedad humana, es un alevoso, que traidoramente se aprovecha de la fe de los demás para engañarlos. El comercio más precioso que hay entre los hombres, es el de las almas: éste se hace por medio de la conversación, en que recíprocamente se comunican los géneros mentales de las tres potencias, los afectos de la voluntad, los dictámenes del entendimiento, las especies de la memoria. ¿Y qué es un mentiroso, sino un solemne tramposo de ese estimabilísimo comercio? ¿Un embustero, que presenta ilusiones a realidades? ¿Un monedero falso que pasa el hierro de la mentira por el oro de la verdad? ¿Qué falta, pues, a este hombre para merecer que los demás le descarten como trasto vil de corrillos, inmundo ensuciador de conversaciones y detestable falsario de noticias?
Refiriéndose a la insinceridad política, dice que

Es un gran mal del mundo, pero mal irremediable. Así sería gastar irremediablemente el tiempo, aplicar la pluma a su corrección. Entre tanto que haya guerras, entre algunas potencias, las gacetas del Reino exagerarán las pérdidas; como, al contrario, exagerarán las pérdidas, disminuyendo las ventajas del enemigo. Enciéndese con esto la animosidad, o se evita el desaliento de los vasallos, cuya disposición de ánimo influye por muchos caminos en los progresos de la guerra. Atribúyese a Catalina de Médicis, reina de Francia, el dicho de que "una noticia falsa, creída en tres días, es capaz de salvar de un ruina inminente todo un Estado". Si no se hallan ejemplos, o muy raros, de fructificar tanta utilidad las mentiras políticas, son harto frecuentes los de haber aprovechado mucho. No hay que acusar la insinceridad de los tiempos presentes. En todo se acudió a este remedio en las enfermedades del Estado.
Como alguien argumentase en favor de la doctrina maquiavélica, alegando que "el divino Platón" dio por doctrina constante, que a los que manejan las Repúblicas es lícito mentir, siempre que sea útil al Estado, el P. Feijoo replicaba así:
Es verdad que Platón sólo daba por lícita la mentira en obsequio del bien público; Maquiavelo la aconsejaba como útil al interés particular del tirano. Así, Platón era un moralista; Maquiavelo un mal hombre. Pero esta diferencia en los maestros no quita que los tiranos se aprovechasen de la doctrina de Platón para su interés particular, como los Príncipes desinteresados para el bien público, porque como el tirano siempre procura persuadir al pueblo, que ordena a su utilidad cuando hace por la grandeza propia, cuando le cogiesen en la mentira, aplicaría a favor suyo la doctrina de Platón, suponiendo que había mentido por la causa común...

Hablando de la impunidad de la mentira, llega a proponer penalidades para combatirla y castigarla:
Para hacer feliz una república no hay medio más oportuno que el introducir en ella un horror a la mentira. Y, al contrario, si la gran propensión que tienen los hombres a mentir, no se ataja, por santas y justas que sean todas las demás leyes, no se evitarán innumerables desórdenes... El modo de dar paso seguro a la justicia es desembarazar el camino de la verdad y para esto no hay otro arbitrio que el castigar con severidad la mentira.
Un ilustre contemporáneo del P. Feijoo, el Barón de Holbach, mantiene una posición parecida a aquél, empleando casi los mismos términos, explicables si tenemos en cuenta la similitud conceptual:
Queda probada la falsedad de aquella máxima de que la verdad pueda ser peligrosa a los pueblos. Por poco que los Reyes y gobernantes quieran reflexionar verán que esta verdad, que tanto miedo les inspira, y que siempre procura ocultarles la lisonja; que esta verdad que ellos persiguen y oprimen movidos por sus pasiones, es el fundamento más sólido de su gloria, de su grandeza, de su poder y de su seguridad. Los extravíos de los gobernantes, a los cuales se sacrifican tantas veces los gobernados provienen de las mentiras con que se emponzoña su niñez, de las pasiones que se siembran en sus pechos y de los vicios que la bajeza y la lisonja desarrollan y alimentan en ellos. Educados en la ignorancia y en la corrupción obra el mal porque creen que esto es lo que les conviene, y tiranizan, porque no tienen acerca de su dicha, de sus derechos, de su poder, otras ideas que las que les ha inspirado una educación errónea. Si quieren tener pueblos embrutecidos, es porque comúnmente incapaces de gobernar, sólo saben opinar. Si siguen a los fantasmas de la superstición, es porque no  tienen bastante fuerza para hollar la senda de la virtud.
No puede extrañarnos esta gallarda conducta del P. Feijoo, bregando por el prevalecimiento de la verdad sobre cualquier otro tipo de valores lógicos. Quien ha consagrado su vida a extirpar tópicos y mitos, a poner orden en la confusión, a destruir supersticiones y fantasmas, a llevar el pleno conocimiento de las cosas a la mente de sus semejantes, tenía que erigirse a fuerza de razonamientos y valuaciones en un ejemplo vivo de la verdad. Y la verdad se engrandece con el sacrificio y la devoción con que revestimos su difusión, alcanzando el máximo de pulcritud moral cuando son puros los labios de los que la predican.

No hay vida normal en el espíritu, sin vocación. Y no hay vocación más excelsa que ésta de servir prestándole las mejores asistencias intelectuales a la verdad. Sólo los hombres que tienen rotos los resortes morales, que han nacido para la obsecuencia o la degradación, son capaces de no sentir en su alma algún incentivo por alcanzar el total conocimiento de las cosas.

Por ello, el P. Feijoo, con el limpio entendimiento y la solvencia moral, que acrisolan en todo momento su pensamiento y su carácter, no podía transigir, so pena de traicionarse, con aquellos que para satisfacer las ambiciones y otras impurezas estatales, llegaban casi a canonizar la mentira.
Si la verdad es absoluta e invariable, no puede estar a merced de personas volubles y corruptibles. Su defensa no constituye sólo un deber, sino la obediencia al imperativo ineluctable de la obligación moral. Sólo podemos redimirnos de la culpa de la mentira, con el gesto generoso de su reconocimiento y su rectificación.

Por eso Pitágoras, el gran filósofo y matemático –las dos cumbres desde donde se puede otear mejor el saber-, afirmaba que "no podemos elevarnos a la verdad sino por obra de la bondad y de la virtud".


VILANOVA, A.: "El P. Feijoo frente a Maquiavelo", en Boletín de la Real Academia Gallega, t. 32, nº 358 (1976), p. 69-87.

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