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 LA ANTI-GALICIA (1952)

Galegos, sede fortes;
Prontos a grandes feitos;
Aparellade os peitos
A glorioso afán;
Fillos dos nobres celtas
Fortes e peregrinos
Luitade pol-os destinos
Dos eidos de Breogán.

EDUARDO PONDAL: Himno Gallego.

Temeríamos mucho que este vocablo se interpretase con aquella suciedad moral de que estaba impregnando aquel otro de Anti-España, con que se trató infructuosamente en unos mal llamados años, de resellar con contundencia paradójica por un puñado de indoctos omnipotentes, a los más puros representantes del españolismo histórico. Bien sabe Dios la decencia que inspira nuestros móviles y el sano patriotismo que presiden nuestros fines, al igual que sin petulancia de definidores –mal alejado por suerte de nuestra vocación- pretendemos aportar una orientación más al vivir espiritual de la Galicia de hoy. Estas líneas no son más que el gemido de quien ve amargamente una desviación, y trata, en la medida de sus escasas fuerzas, de dar una voz de alerta y promover una rectificación.

Saliendo al paso de posibles o inevitables interrogantes que pudieran exigirnos, precisaremos el concepto o la amplitud que damos a este predicado; diremos que para nosotros es Anti-Galicia todo lo que de alguna manera tiende al descastamiento o deformación racial de nuestro pueblo.
Padecemos una situación de avieso y pedantesco zoilismo que al socaire de hacer crítica serena, trata de malbaratar o destruir todo el rico contenido espiritual que de Galicia nos queda. Loable es la actitud de quienes nos piden serenidad y ponderación en el enfoque de los problemas gallegos, pero siempre que no se haga ocultando esa cobardía mental de quienes llevan bajo de su falso prurito de hombres independientes, un pesado lote de intenciones inconfesables. No es posible desorbitar las cosas en nombre de un vacuo y pernicioso chauvinismo, sacando de quicio cuestiones y posturas, elevando el ditirambo al tono más estrepitoso todo lo que es nuestro o para zaherir todo lo que nos es ajeno; pero peor es aún todavía vivir de espaldas al auténtico dolor de Galicia, creyendo que es manía de plañideras o de cerebros seniles, acusar la angustia o la amargura que nos produce la decadencia moral en que se sumen los valores esenciales ideológicos de nuestra personalidad inconfundible e indeclinable. Peor que no valorarnos, es desconocernos. Tan insuficiente es para nuestra rehabilitación no tomar en serio la vigencia de nuestros destinos, como creer que nuestro tradicional irredentismo es una simple exhalación jeremíaca de almas exhaustas y cansinas.

Tampoco podemos dejarnos sugestionar por la mayor o menor corriente intelectual que en la Galicia de hoy se observa. Si circunscribimos la cultura a la producción literaria, es posible que jamás haya tenido un mayor número de literatos y eruditos; pero esto –que, visto de manera superficial, puede parecernos extraordinariamente magnífico- puede a la larga caer en frivolidad o diletantismo intelectual, sin repercusión en los altos deberes que, como gallegos, no pueden ser objeto nunca de suicida renunciación. Pero la cultura no ha de aquilatarse por su cantidad, que en muchos casos no pasa de hidropesía editorial, sino por su profundidad y duración, es decir, por su trascendencia. De nada sirve la cultura en el caso concreto de Galicia, si no lleva consigo el latido ágil y despierto de la ciudadanía. Poco significa una cultura en que progresen las letras, el arte o la ciencia, con civismo dormido, espiritualidad encanallada y pensamiento aherrojado. Sin ciudadanía, la cultura poco tiene que hacer en nuestra tierra. Cultura es, en realidad, laboreo y fecundación incesantes; crear nuevos métodos científicos, concebir nuevos sistemas estéticos, realizar nuevos actos morales; perpetua renovación y no estática complacencia con las cosas hechas e inertes, sin sustancia y sin reciedumbre. Pero toda ella debe estar tonificada por los imperativos categóricos que dicta la vida cívica, y sin los cuales Galicia está en trance de desaparecer como colectividad histórica. De igual manera, de nada sirve poseer un extraordinario talento y una vasta erudición –refiriéndonos ya a preclaras singularidades-, si no se pone más que al servicio de la vanidad o del estómago; hay más altos ideales en la vida a que consagrarse (creo que me entendéis bien, gallegos), que los minúsculos y subalternos del vivir vegetativo. Ya lo dijo Unamuno: “Puede uno tener gran talento, lo que llamamos un gran talento, y ser un estúpido del sentimiento y hasta un imbécil moral”.

Y nada mejor para conocernos que los momentos decisivos de prueba. Los acontecimientos supremos, la prosperidad o el infortunio, la victoria o el fracaso, son un favorable campo de experimentación humana: a unos hombres los revalida, pero a otros los desenmascara. Bajo una política de tralla y biberón, por ejemplo, en que la primera flagela sin piedad los lomos de los adversarios, y la segunda  sacia los apetitos de sus parciales, puede fácilmente reconocerse y clasificarse la tipología moral de los hombres. A poco que se examinen las conductas, aparecerá la cínica figura del filisteísmo, carente siempre de necesidades espirituales, y afanadas siempre en aumentar el número de sus comodidades físicas, que era como la concebía la filosofía schopenhauriana. Y es que todavía no nos percatamos de que siempre es preferible, a una mente lúcida, pero claudicante, un carácter rígido incapaz de apostasías.

Todo ello nos obliga a reiterar nuestra ya conocida tesis en lo que se refiere a forjar la conciencia cívica de Galicia. Para llegar a esta superación civil, es indispensable la posesión de virtudes excelsas: es inexcusable tener autoridad, fe profunda, fervor por el bien público, indesmayable voluntad, acción permanente, desprecio por la populachería demagógica y severa vocación para todos los sacrificios.

Lo trágico precisamente de nuestra vida pública radica en la carencia de pasiones nobles, la indiferencia ante la injusticia y el desmán, el escepticismo no siempre leal ante el gesto probo de los demás, o la insinceridad calculada de resentidos y fracasados al enjuiciar el olímpico asco de quienes no se dejan contaminar por los miasmas corruptores que invaden nuestro ambiente circundante. No nos debe preocupar la rencorosa envidia de los impotentes o la moralidad implacable de quienes no nos comprenderán jamás, pues así como en la escala zoológica existen víboras y escorpiones dispuestos en todo momento a la mordedura aleve, así en el mundo moral hay seres que no parecen haber venido a la tierra más que para amancillar o inficionar cuanto ven en torno suyo elevado y honesto.

Tenemos los gallegos, si queremos categorizar a Galicia como una patria respetable, que hacernos cargo de la responsabilidad que nos compete de que nuestra tierra es algo más que una expresión geográfica, entregada a la voracidad turística y al pintoresquismo folclórico, ignorando todo lo que le da una realidad viva e intransferible en el mosaico de las personalidades peninsulares, no queriendo reconocer el derecho que Galicia tiene a desenvolver sus características entrañables, propias, peculiares en todos los órdenes de su dimensión vital. Una Galicia desmedulada o inorgánica, caricaturesca o pervertida, cautiva y antinatural, zarandeada por sicofantas y tartarines foráneos, es cosa que repele nuestra sensibilidad de gallegos sin adulteraciones. En una palabra, queremos que Galicia sea un pueblo coordinado y eficiente, espiritual y creador, siempre dentro de sus nativas posibilidades e ilusiones. Todo lo demás que no sea esto, es necrofagia o pura anécdota.

Dura, borrascosa y feroz se presenta nuestra pelea. Pero ante Galicia nada puede parecernos insuperable. Recordemos aquella frase del primero de los sabios hispánicos, Ramón y Cajal, cuyo centenario se cumplió aún en estos días, y que viene de perlas como cierre de este artículo: “Gustan mucho las frivolidades amenas y los juegos de ingenio; sin embargo, sólo interesan y perduran positivamente las obras que se escribieron con sangre y entre las angustias del dolor”.

¡Gallegos! Hoy más que nunca: ¡Terra a nosa!
Orense, 1952.

VILANOVA, A.: “La anti-Galicia”, en Lar, nº 224-225, Bos Aires, 1952, p. 15-16.

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