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ANVERSO Y REVERSO DE LA GALLEGUIDAD (1957)
A mi querido y viejo amigo Jesús San Luis Romero, poeta, dramaturgo, y lo que es mejor, ejemplar ciudadano.
Para significar toda la anchura y vibración del amor que profesamos a nuestra Tierra, la palabra galleguidad nos parece la más correcta para revestir de autenticidad a este sentimiento. La preferimos a la tan resobada como poco comprendida de galleguismo.
Galleguidad define, según nuestro leal saber y entender, un concepto más amplio, más generoso, más pletórico, más vital. Por el contrario, el vocablo galleguismo parécenos más constreñido, más precario, más subalterno, más inoperante. Galleguidad, por su volumen, afecta a todos los gallegos, sin clasificarlos previamente por sus credos o inquietudes. Galleguismo, en cambio, por la particularidad de su desinencia, nos suena a escuela cerrada o a dogmatismo partidista.
No quiere decir esto, que nosotros demeritemos a quienes mantienen preferentemente a su galleguismo; no. Respetamos su invocación, y hasta en muchos momentos aplaudimos las causas que inspiran esta consigna ideológica. Incluso reconocemos que en muchos instantes pudo ser el inexcusable estímulo para hacer caminar a los gallegos por el sendero del deber.
Pero hoy, el caso es desgraciadamente muy distinto. Galicia necesita más que nunca el concurso mayoritario de sus hijos. Obsérvese que decimos mayoritario y no total, porque la totalidad es imposible, y creemos no necesitar grandes recursos dialécticos para demostrarlo. Una brevísima reflexión sobre los últimos veinte años, llevará a conclusiones idénticas a la nuestra.
Al embanderarnos en la Galleguidad, lo hacemos impelidos por la dolorosa creencia de que laboramos por Galicia de una manera anárquica, individualista e infructuosa. Es decir, hacemos muchas cosas y algunas hasta de egregia calidad, pero totalmente ausentes de resonancia popular. Trabajamos y producimos mucho, pero sin que Galicia como pueblo, hoy más que nunca carente de ilusiones, y entendemos que todo lo que se haga, por muy ilustre y meritorio que sea, al margen de las raíces que nutren con su savia la existencia popular, es perder un tiempo precioso en especulaciones infecundas.
Aquí nuestra ya vieja y conocida discrepancia con la manera que tienen algunas gentes de enfocar o plantear esta apasionante problema. Utilizar en estos instantes dramáticos el sentimiento gallego, para hacer de Galicia una inmensa tarima de Juegos Florales sin trascendencia ciudadana; una fábrica de acuarelas sentimentaloides para almibarar la saudade de emigrantes simplistas; o entregarse a la elaboración de una cultura de consumo minoritario, no nos parece nada eficiente ni decoroso para despertar, acrecer o revitalizar las ansias de mejoramiento de nuestro pueblo gallego.
Una vez escribió Ortega y Gasset esta exactísima sentencia: "Un pueblo sólo puede sentirse alegre, si se le sugiere la impresión de que está viviendo una hazaña". Promover, pues; en la conciencia de nuestro pueblo la sensación de que vive tan altísima responsabilidad, debe ser el norte de nuestros mejores impulsos espirituales en esta hora.
Hemos, sobre todas las cosas, de contribuir sin descanso para que Galicia acreciente su integridad moral, su plenitud cívica, fomentando la esperanza de que labora por su dignidad y grandeza. Llevar al ánimo de los gallegos una ilusión creadora, la ilusión de que Galicia tiene como pueblo una personalidad diferenciada e insobornable, una reconstrucción espiritual intransferible, un destino que cumplir en el mundo, una obra impostergable en su presente y en su enigmático futuro.
Ahora bien; los pueblos necesitan siempre de guías que les señalen su verdadero rumbo, porque no siempre -y especialmente cuando se llevan más de dos décadas sin practicar el ejercicio cívico- los pueblos saben cómo han de conducirse. La ausencia de esa capacidad biológica, su inmovilidad o su pesimismo, no puede encubrir jamás nuestra inhibición o cobardía. Porque, en puridad, el pueblo no es casi siempre responsable de su quietud, sino que quienes lo apartan de lo auténtico para ofrecerle lo mixtificado, producto de la insinceridad de quienes a él se acercan sin magnanimidad y sin decencia. Por ello, cuando se dice que hay que educar al pueblo, se incurre en la cómoda fraseología topiquera, sin más alcance que el de una frase hecha, sin contribución y sin enmienda. Sin la idea de misión y de servicio que dicta la abnegación vocacional, carecen de realización los caros ideales de la vida. Lo que hay que hacer con el pueblo no es formularle reglas abstractas o inasibles, sino dotarlo de principios que lo emocionen y apasionen los latidos de su ser cordial.
En esto radica la dignidad de nuestra misión. Operando cada día sobre el cuerpo de la opinión pública, no sólo informándola, adoctrinándola, sino ejemplarizándola con nuestra conducta, es como vamos constituyendo esa superestructura moral, que ha de dar en su coyuntura propicia los frutos ambicionados. Es una mística misional explícita y diáfana, que va abriendo la ruta a la verdad en las almas de los hombres que quieren saber y realizar. Lo que no podemos aceptar es la indiferencia, la simulación o la cuquería, frente al despiadado derruir espiritual de Galicia. No nos absuelven de esta felonía antipatriótica, las dotes intelectuales, por excelsas que ellas fueren. Se es vil, no sólo por la falta de elevación moral en el concepto, sino por la carencia de virilidad en el gesto cívico. Y hay vilezas que no las redimirán jamás, cuando la historia las juzgue, ni el bagaje cultural, ni el resplandor de la genialidad. Bien están las tertulias o cenáculos literarios, las empresas editoriales; pero sin interrumpir por un solo momento el diálogo con su pueblo. Magnífica es la disertación filosófica o erudita en los ateneos, pero sin desoír la voz limpia del ágora con sus angustias y con sus demandas.
Nuestra personalidad se alimenta de las bellas cualidades que podamos tener, mas nunca de nuestros signos negativos. Ni el docto, ni el discreto cauto, pueden malversar impunemente los valores profundos de nuestra raza, en provecho de su insolente figuración personal. Estos valores los posee Galicia en beneficio de todos, no para el exclusivo jus abutendi de los más pícaros o de los más audaces. En los tiempos fáciles y bonancibles, cualquier osado puede exteriorizar exigencias o dar el do de pecho; lo importante es hacerlo cuando el sacrificio magnifica la conducta.
Existe una palabra que se llama ciudadanía, y que se ha convertido en moneda sin circulación. Y la ciudadanía tiene sus derechos inalienables por la misma razón que sin ella nada representa Galicia como personalidad histórica. Y todo derecho supone automática y recíprocamente una obligación. La del buen ciudadano estriba en no silenciar su protesta ante quien vulnera esa serie de acrisoladas costumbres en que descansa la dignidad de su pueblo. Hay que oponerse a esa depredación espiritual, sin dejarle un hueco al descuidero, pronto siempre al fraude en cuestiones morales.
Un pueblo sin cobertura moral, está en camino de desaparecer de la historia. Una cultura puede determinar el vigor intelectual; pero la acuñación cotidiana de virtudes cívicas es en definitiva la que consagra su existencia perdurable. Con preciosismo literario enriquecemos las antologías, y con disquisiciones metafísicas haremos soliloquios filosóficos; pero lo que hay que llenar es el almario de nuestro pueblo de ricas e impolutas apetencias de ser y pervivir.
Hay que vivir sin falsificar la vida que nos ha impuesto este destino intensivo de hoy, preparando el de mañana; pero hay que vivirla con firmeza, claridad y resolución y jamás al margen, como sombras fantasmales o como espectadores insensibles. Los que sólo viven marginalmente la vida, sin pasión, sin nobleza, sin interés vital, sin entrega de todas sus fuerzas físicas y morales a una actividad fundamental y cohesiva de regeneración popular están de más en el profundo quehacer histórico de Galicia. Por no entenderlo así han podido proliferar en el seno de nuestra colectividad, esa clase de seres abyectos, convertidos en oficiantes de la soberanía y prosélitos de la difamación.
De nada nos sirve, queridos compatriotas, poseer un idioma glorioso, una cultura milenaria, una tradición histórica, una realidad geográfica y tantos otros elementos que definen la personalidad nacional, si carecemos de recias virtudes o de energía de carácter, para transformarlas en sustancia viva, con validez operante y en vigencia permanente.
Como dijo un pensador hondo, "Vivir en lo público como en lo privado no es yacer, sino, por el contario, comprender, aspirar, intentar".
VILANOVA, A.: "Anverso y reverso de la galleguidad", en Lar, nº 284-286, Bos Aires, 1957, p. 51-52.
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