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GINER, LA INSTITUCIÓN Y LOS GALLEGOS (1965)
A Luisa Viqueira, secretaria delegada del
Consejo de Galicia de México, y que tan dignamente
Continúa la obra de su ilustre padre.
El 18 de febrero del año en curso (1965) se cumplieron los cincuenta años de la muerte del excelso maestro don Francisco Giner de los Ríos. Pensando en la conmemoración de tan señalada fecha, reparamos la falta de un estudio a la aportación galaica en dos grandes momentos de la cultura contemporánea. Nos referimos a la intervención de los gallegos en el movimiento filosófico krausista con su
Consejo de Galicia de México, y que tan dignamente
Continúa la obra de su ilustre padre.
El 18 de febrero del año en curso (1965) se cumplieron los cincuenta años de la muerte del excelso maestro don Francisco Giner de los Ríos. Pensando en la conmemoración de tan señalada fecha, reparamos la falta de un estudio a la aportación galaica en dos grandes momentos de la cultura contemporánea. Nos referimos a la intervención de los gallegos en el movimiento filosófico krausista con su
máxima expresión en la Institución Libre de Enseñanza y en la tan renombrada Generación del 98.
A remediar en parte la primera omisión van las siguientes líneas, preludio de un estudio más amplio que algún día llevaremos a cabo.
En 1843 partía para Alemania Julián Sanz del Río. Sin espacio para detallar las vicisitudes de este promisorio viaje, digamos que regresó un año después trayendo en sus alforjas la flamante filosofía de Krause, que en 1854 ocupaba la cátedra de Historia de la Filosofía de la Universidad de Madrid. Hasta entonces, el estudio de la disciplina de filosófica en España no podía ser más desolador. Erudito tan poco sospechoso como Menéndez y Pelayo lo dejó consignado en estos términos: “Nada más pobre y desmedrado que la enseñanza filosófica en la primera mitad de nuestro siglo, ni vestigio ni sombra de originalidad, no ya en las ideas que ésta rara vez se alcanza, sino en el método, en la exposición, en la manera de asimilarnos lo explicado. No se limita ni se remedaba; se traducía servilmente y ni siquiera se traducían las obras maestras, sino los más flacos y desacreditados manuales”. “Seguidamente dice, quizá desmesuradamente, que en 1837 jamás ningún español había oído el nombre de Kant, y menos el de Flohte, el de Schelling y el de Hegel”, señalando “la absoluta miseria filosófica de España en el largo período que vamos historiando”. Luchando, pues, contra este ambiente tan poco favorable para ensayar nuevas formas de pensamiento se alzan Sanz del Río, sus discípulos y seguidores. Combatidos y perseguidos con la saña que ha caracterizado siempre a la reacción española, fueron sin embargo llenando de luces y de limpias aspiraciones la lobreguez ambiental de España. Altísimos valores como Unamuno y Ortega han reconocido cuanto debe a ellos la cultura y la espiritualidad del país. Julián Marías nos presenta en este sentido la personalidad del Pensador de Illescas: “Sanz del Río fue, más que nada, profesor: ésa era su vocación, ése fue su fuerte. Inauguró en España una forma nueva de la docencia, que consistía en enseñar a filosofar, en despertar las posibilidades de los discípulos (los de Sanz del Río fueron; no simplemente alumnos). En la Universidad, primero, en la intimidad del círculo filosófico con los más próximos, Sanz del Río ejercía una función docente, de calidades antes desconocidas. Su éxito fue muy grande, y trascendió de los estudiantes para llegar a toda una minoría de hombres cultos. En él se daba a la vez un respeto a la libertad intelectual. Sanz del Río fue un maestro, es decir, un gran persuasivo”.
Con su gran colaborador Fernando de Castro, con Navarro Zamorano, Ruiz Quevedo, Arrazola y otros, encontramos al lado de Sanz del Río los cuatro primeros apellidos gallegos ganados para el ideario krausista. Son Indalecio Armesto, autor de una “Metafísica”, que mereció ser publicada, los más laudables comentarios, no siendo el menos entusiasta el de Sanz del Río, que no titubeó en calificarla como “el mejor libro de su clase en España”. Era el segundo, Juan Sieiro, catedrático de griego y filosofía, uno de los primeros tratadistas de Sociología en la Península. Era el tercero Francisco Gayoso de la Rúa, que se doctoró glosando un texto de Ahrens, el filósofo entonces en boga, con su tesis “De los derechos imprescriptibles e inalienables” que años después desarrollaría desde otro ángulo el malogrado y también ilustre institucionalista lucense Telesforo Ojea Somoza. Fue el cuarto el benjamín del grupo, Luis Hermida, a quien Sanz del Río eligiera como su albacea, encargo que no llegó a cumplir, por haber muerto un año antes que Sanz del Río, cuando solamente había cumplido veintiséis años. Como otras muchísimas esperanzas que alumbró el cielo de Galicia, desaparecía cuando era mucho lo que se podía esperar de su mente privilegiada. Murguía, que se honró con su amistad, nos dice que era “uno de los pocos jóvenes que a la sazón se dedicaban con verdadero éxito al estudio de las ciencias filosóficas, mereciendo que en su honor establecieran sus amigos el Premio Hermida, con el que pensaban perpetuar su memoria entre los que cultivan los estudios especulativos en nuestra patria”. Por Murguía sabemos que “aquella buena alma” ayudó generosamente a su paisano Leonardo Sánchez Deus, que poco después lucharía como oficial a las órdenes de Garibaldi.
En 1866 Giner ganaba la cátedra de Filosofía del Derecho y Derecho Internacional de la Universidad madrileña, que pierde al siguiente año al solidarizarse con Sanz del Río, Fernando de Castro y Nicolás Salmerón, destituidos al negarse a hacer profesión religiosa, política y aun dinástica que le fuera exigida por Orovio, aquel trapacero y cavernícola ministro, que tan bien retratara en unos versos jocosos don Marcelo Macías, víctima también de sus atropellos. Repuesto Giner y sus compañeros en 1869 por la revolución triunfante, al proclamarse la primera República en 1873, Giner estableció relaciones muy provechosas con dos estelares figuras gallegas: Eduardo Chao y Concepción Arenal. Chao, que con anterioridad había concurrido con Sanz del Río, Gayoso y otros a las reuniones filosóficas que se celebraban en casa de Santos Lerín y al Círculo Filosófico que presidía Ruiz de Quevedo, es nombrado ministro de Fomento por el primer presidente, Figueras. (Entonces la ilustración pública dependía de este ministerio). Lo primero que hizo el demócrata ribadaviense fue conseguir el asesoramiento y consejo de hombre tan versado en materias educacionales como Giner. La labor en conjunto llevada a cabo por Chao, lo mismo en la educación que en obras públicas, tiene tan extraordinaria importancia, que posiblemente habría que retrotraerse a la que en el ramo de Hacienda realizó 70 años antes el legislador gallego Luis López Ballesteros, para encontrar una obra de gobierno de tan grandes alcances. Curros Enríquez, el apasionado biógrafo de Chao, nos dejó un inventario de sus disposiciones ministeriales, que hablan muy alto del gobernante y su consejero. En la primera República, Giner también colaboró con Concepción Arenal en la reforma penitenciaria auspiciada por Salmerón. Ya antes, esta gallega impar había formado parte de la dirección del Ateneo Artístico y Literario de Señoras, que inspirara la otra gran figura del krausismo hispano, Fernando de Castro. De ella habló Giner siempre con fervorosa devoción, y su discípulo predilecto, Manuel B. Cossío, le señalaba al lado de Giner como sus maestros más insignes y a quienes más les debía, tanto en el orden humano como intelectual. Por cierto que por aquellos años la Universidad con la influencia de Giner llevó a cabo la obra de extensión universitaria y educación popular, creándose diversos centros con ese objeto, entre ellos uno de impresores, en que hizo sus primeros aprendizajes de este oficio, otro ilustre de Galicia, Pablo Iglesias.
Restaurada la monarquía en 1875, otra vez el funesto Orovio, el ministro de tristes destinos, vuelve a reproducir, contumaz e implacable, sus ataques a la libertad de la cátedra. Esta vez la protesta contra el desafuero vino de la Universidad de Santiago; entonces existían catedráticos con dignidad intelectual y con ética profesional, representada por Laureano Calderón y González de Linares, seguidos por Castelar, Giner y lo más granado de la Universidad española, que renunciaron a sus cátedras, figurando entre éstos, el gallego Montero Ríos y sufriendo persecución el catedrático de La Coruña don Manuel Varela de la Iglesia, antepasada de los Varela Radío que tanto brillaron en España en la medicina y en el foro y que les tocó sufrir persecución en 1936, por idénticos motivos de incorruptibilidad. Giner de los Ríos, acorazado en su integridad insobornable, fue confinado en el castillo de Santa Catalina de Cádiz.
Reunidos después en Madrid, “estos ilustres profesores sin cátedra, realizose la idea que desde el primer instante de la persecución había surgido en don Francisco de fundar una institución libre de enseñanza, sin más intención que la de seguir profesando libremente su misión, ya que la Universidad les arrojaba de su seno y mantener la cohesión entre sí. Esta idea inicial vaga ha ido concretándose en una obra perfectamente definida, en la que se ha acumulado lentamente la energía espiritual más elevada y consistente que ha habido en estos últimos cuarenta años, pero esta obra sigue teniendo el nombre provisional e impreciso de los primeros momentos: Institución Libre de Enseñanza. El iniciador de ella y su alma siempre fue don Francisco Giner”.
Al organizarse contó con la colaboración entusiasta de algunos gallegos sobresalientes que pertenecieron a su primera junta directiva. Fueron éstos, además de Chao, dos distinguidos pontevedreses, Eduardo Gasset y Artime y Justo Pelayo Cuesta. El primero, ex diputado y ex ministro, fundador de “El Imparcial de Madrid”, abuelo materno del filósofo Ortega y Gasset, que no sólo actuó en la acción germinal de la Institución, sino que aportó al igual que Chao su contribución pecuniaria para su sostenimiento. Pelayo Cuesta, ex diputado y ex subsecretario, se había singularizado por haber contraído el alto honor de ser el autor del primer proyecto presentado a las Cortes exigiendo la abolición de los foros de Galicia. Fue profesor y rector de la Institución, pronunciando en 1878 el discurso inaugural que versaba sobre la libertad de la ciencia, siguiendo así la orientación de su paisano y antecesor en el rectorado Eugenio Montero Ríos, y que seguiría su sucesor Azcárate. El discurso de Montero Ríos fue muy elogiado por su alzado espíritu liberal y de tolerancia que lo impregnaba, así como por los agudos conceptos con que estaba revestido.
Ya en marcha la institución, veamos ahora qué gallegos tuvieron relaciones más o menos directas con ella y su principal guía, Giner de los Ríos.
Este maestro tuvo una gran amistad, al igual que con Concepción Arenal, con Emilia Pardo Bazán. Y es fama que fue Giner quien la encarriló literariamente, descubriendo las disposiciones estéticas y artísticas que adornaban su ingenio. Algo nos dice la Pardo Bazán: “En largas conversaciones, Giner me fue abriendo camino. Para alentarme me sugirió que en mi temperamento existía un temperamento artístico. Los consejos, no exentos de cierta severidad sana, me indujeron a estudiar, a viajar o conocer idiomas y autores extranjeros y, al propio tiempo, a sentir la poesía del ambiente patrio y hasta del casero y familiar”. Giner intervino en la edición de “Jaime”, una colección de poemas de la escritora coruñesa dedicados a su primer hijo. “Esta mujer excepcional –escribía Giner a Clarín-, tiene una bonhmie de lo más cordial y agradable, pero carece en absoluto –hasta donde cabe en el ser humano- de la nota religiosa”. Doña Emilia llevó a un imaginario institucionista a protagonizar su primera novela “Pascual López”. Giner también disfrutó del aprecio de Sofía Casanova, a raíz de casarse con el profesor polaco Wincenty Lutoslawski, autor, entre otros trabajos, de uno sobre filosofía de Platón que mereció un sutil comentario de Giner. Y aunque no se llegó a tratar con Rosalía, sabemos que sentía por ella una inmensa admiración.
Discípulo suyo y de Fernando Castro fue otro ilustre gallego, Antonio Machado Álvarez, iniciador en España de los estudios folclóricos y que animó a la Pardo Bazán a cultivar aquellas actividades en Galicia, surgiendo así en La Coruña la sociedad folclórica gallega. No está de más que digamos que este gallego es el feliz progenitor de los poetas hermanos Machado (Antonio y Manuel).
El infortunado estadista ferrolano José Canalejas se vanagloriaba de haber tenido como maestros a su tío Francisco Paula Canalejas y a Emilio Castelar, dos conspicuos krausistas, y a los que dedicó bellísimas páginas recordatorias. El sabio físico orensano Manuel Martínez-Risco, como nos manifestó más de una vez, dedicó gran parte de su formación cívica e intelectual a su tío político el krausista Sales y Ferré, legatario de Fernando de Castro, y en verdad que hizo honor a su eminente maestro, ganando con honra ejemplar el pan de la expatriación, en donde halló la muerte con el respeto de todos, y al cual quisiera desde aquí rendir el homenaje de uno de sus más fieles amigos y correligionarios. En la institución se formó Eduardo Moreno López, que, aunque no gallego, acompañado de Julián Besteiro, ocupó cátedras en el instituto orensano, contribuyendo, sobre todo el primero, a la creación de la más ilustre generación del Orense de entonces. Ahí está una de las páginas que Otero Pedrayo le dedicó en su “Libro dos amigos”, para señalar cuánto representó el malogrado profesor en el espíritu de aquella generación, que nosotros llamamos la de 1916, fecha de fundación de las “Irmandades da Fala” y que fijó el proceso patriótico de sus componentes.
A la muerte de Giner el Boletín de la Institución, decía, entre otras cosas: “Desde 1891 toda esta actividad de don Francisco derivó hacia Galicia, siendo entonces su asilo una quinta campestre –San Victorio-, en la parroquia de San Fiz (Bergondo) y en las cercanías de Betanzos, perteneciente a la familia del discípulo cuyo hogar era también el suyo. Celebraba sobre todas las cosas el aislamiento y retiro de San Victorio, donde en seguida intimó, como siempre le ocurría, con el más pobre aldeano y con todos los árboles de la huerta. Allí escribió sus estudios del último tiempo; allí le nació el primer nieto, y de allí partió siempre para sus largas caminatas por la Mariña…”, que alternaba con sus descansos en las playas de Gandarío y la Lagoa.
Es fácil darse cuenta que el discípulos aludido era Cossío, cuya esposa poseía en San Victorio una tranquila y placentera residencia. Allí Giner compuso su magnífico trabajo sobre “La Universidad Española”, y allí escribió su prólogo, en octubre de 1916, su leal discípulo. Allí fue visitado por otro de sus nobles beatos, aquel hidalgo gallego en una pieza, Joaquín Arias Sanjurjo, que sentía una devota admiración por el maestro y del cual decía: “¡él fue quien me enseñó a estudiar!”. Como nos cuenta Pedret Casado en su jugoso libro “en 1903 animaba a Giner a don Joaquín a seguir con sus aficiones al estudio del Derecho Consuetudinario Gallego y en 1906 le preguntaba por qué no opositaba a la cátedra de Derecho Civil de Santiago, que había dejado vacante don Jacobo Gil”.
Digamos por último que allí convivió con maestro y discípulo un sobrino de Cossío, llamado a continuar su obra si la muerte no nos lo arrebatase prematuramente: Juan V. Viqueira, el más ilustre de los institucionalistas gallegos y de quien tanto podríamos esperar. A otro malogrado, Jaime Quintanilla, le oímos contar más de una vez las sabrosas confidencias de Viqueira acerca de cuánto les había oído a aquellos dos grandes maestros en torno de Galicia y sus problemas. Pensaba publicarlas algún día, pero la garra fratricida truncó con su vida sus ilusiones.
Queden estas notas como un pequeño homenaje a la memoria de Giner y de los nombres gallegos aquí registrados, en el cincuentenario del fallecimiento del más grande de los maestros españoles.
Bahía Blanca, mayo de 1965.
VILANOVA, A.: Revista Galicia, Buenos Aires, mayo-junio de 1965, nº 543
A remediar en parte la primera omisión van las siguientes líneas, preludio de un estudio más amplio que algún día llevaremos a cabo.
En 1843 partía para Alemania Julián Sanz del Río. Sin espacio para detallar las vicisitudes de este promisorio viaje, digamos que regresó un año después trayendo en sus alforjas la flamante filosofía de Krause, que en 1854 ocupaba la cátedra de Historia de la Filosofía de la Universidad de Madrid. Hasta entonces, el estudio de la disciplina de filosófica en España no podía ser más desolador. Erudito tan poco sospechoso como Menéndez y Pelayo lo dejó consignado en estos términos: “Nada más pobre y desmedrado que la enseñanza filosófica en la primera mitad de nuestro siglo, ni vestigio ni sombra de originalidad, no ya en las ideas que ésta rara vez se alcanza, sino en el método, en la exposición, en la manera de asimilarnos lo explicado. No se limita ni se remedaba; se traducía servilmente y ni siquiera se traducían las obras maestras, sino los más flacos y desacreditados manuales”. “Seguidamente dice, quizá desmesuradamente, que en 1837 jamás ningún español había oído el nombre de Kant, y menos el de Flohte, el de Schelling y el de Hegel”, señalando “la absoluta miseria filosófica de España en el largo período que vamos historiando”. Luchando, pues, contra este ambiente tan poco favorable para ensayar nuevas formas de pensamiento se alzan Sanz del Río, sus discípulos y seguidores. Combatidos y perseguidos con la saña que ha caracterizado siempre a la reacción española, fueron sin embargo llenando de luces y de limpias aspiraciones la lobreguez ambiental de España. Altísimos valores como Unamuno y Ortega han reconocido cuanto debe a ellos la cultura y la espiritualidad del país. Julián Marías nos presenta en este sentido la personalidad del Pensador de Illescas: “Sanz del Río fue, más que nada, profesor: ésa era su vocación, ése fue su fuerte. Inauguró en España una forma nueva de la docencia, que consistía en enseñar a filosofar, en despertar las posibilidades de los discípulos (los de Sanz del Río fueron; no simplemente alumnos). En la Universidad, primero, en la intimidad del círculo filosófico con los más próximos, Sanz del Río ejercía una función docente, de calidades antes desconocidas. Su éxito fue muy grande, y trascendió de los estudiantes para llegar a toda una minoría de hombres cultos. En él se daba a la vez un respeto a la libertad intelectual. Sanz del Río fue un maestro, es decir, un gran persuasivo”.
Con su gran colaborador Fernando de Castro, con Navarro Zamorano, Ruiz Quevedo, Arrazola y otros, encontramos al lado de Sanz del Río los cuatro primeros apellidos gallegos ganados para el ideario krausista. Son Indalecio Armesto, autor de una “Metafísica”, que mereció ser publicada, los más laudables comentarios, no siendo el menos entusiasta el de Sanz del Río, que no titubeó en calificarla como “el mejor libro de su clase en España”. Era el segundo, Juan Sieiro, catedrático de griego y filosofía, uno de los primeros tratadistas de Sociología en la Península. Era el tercero Francisco Gayoso de la Rúa, que se doctoró glosando un texto de Ahrens, el filósofo entonces en boga, con su tesis “De los derechos imprescriptibles e inalienables” que años después desarrollaría desde otro ángulo el malogrado y también ilustre institucionalista lucense Telesforo Ojea Somoza. Fue el cuarto el benjamín del grupo, Luis Hermida, a quien Sanz del Río eligiera como su albacea, encargo que no llegó a cumplir, por haber muerto un año antes que Sanz del Río, cuando solamente había cumplido veintiséis años. Como otras muchísimas esperanzas que alumbró el cielo de Galicia, desaparecía cuando era mucho lo que se podía esperar de su mente privilegiada. Murguía, que se honró con su amistad, nos dice que era “uno de los pocos jóvenes que a la sazón se dedicaban con verdadero éxito al estudio de las ciencias filosóficas, mereciendo que en su honor establecieran sus amigos el Premio Hermida, con el que pensaban perpetuar su memoria entre los que cultivan los estudios especulativos en nuestra patria”. Por Murguía sabemos que “aquella buena alma” ayudó generosamente a su paisano Leonardo Sánchez Deus, que poco después lucharía como oficial a las órdenes de Garibaldi.
En 1866 Giner ganaba la cátedra de Filosofía del Derecho y Derecho Internacional de la Universidad madrileña, que pierde al siguiente año al solidarizarse con Sanz del Río, Fernando de Castro y Nicolás Salmerón, destituidos al negarse a hacer profesión religiosa, política y aun dinástica que le fuera exigida por Orovio, aquel trapacero y cavernícola ministro, que tan bien retratara en unos versos jocosos don Marcelo Macías, víctima también de sus atropellos. Repuesto Giner y sus compañeros en 1869 por la revolución triunfante, al proclamarse la primera República en 1873, Giner estableció relaciones muy provechosas con dos estelares figuras gallegas: Eduardo Chao y Concepción Arenal. Chao, que con anterioridad había concurrido con Sanz del Río, Gayoso y otros a las reuniones filosóficas que se celebraban en casa de Santos Lerín y al Círculo Filosófico que presidía Ruiz de Quevedo, es nombrado ministro de Fomento por el primer presidente, Figueras. (Entonces la ilustración pública dependía de este ministerio). Lo primero que hizo el demócrata ribadaviense fue conseguir el asesoramiento y consejo de hombre tan versado en materias educacionales como Giner. La labor en conjunto llevada a cabo por Chao, lo mismo en la educación que en obras públicas, tiene tan extraordinaria importancia, que posiblemente habría que retrotraerse a la que en el ramo de Hacienda realizó 70 años antes el legislador gallego Luis López Ballesteros, para encontrar una obra de gobierno de tan grandes alcances. Curros Enríquez, el apasionado biógrafo de Chao, nos dejó un inventario de sus disposiciones ministeriales, que hablan muy alto del gobernante y su consejero. En la primera República, Giner también colaboró con Concepción Arenal en la reforma penitenciaria auspiciada por Salmerón. Ya antes, esta gallega impar había formado parte de la dirección del Ateneo Artístico y Literario de Señoras, que inspirara la otra gran figura del krausismo hispano, Fernando de Castro. De ella habló Giner siempre con fervorosa devoción, y su discípulo predilecto, Manuel B. Cossío, le señalaba al lado de Giner como sus maestros más insignes y a quienes más les debía, tanto en el orden humano como intelectual. Por cierto que por aquellos años la Universidad con la influencia de Giner llevó a cabo la obra de extensión universitaria y educación popular, creándose diversos centros con ese objeto, entre ellos uno de impresores, en que hizo sus primeros aprendizajes de este oficio, otro ilustre de Galicia, Pablo Iglesias.
Restaurada la monarquía en 1875, otra vez el funesto Orovio, el ministro de tristes destinos, vuelve a reproducir, contumaz e implacable, sus ataques a la libertad de la cátedra. Esta vez la protesta contra el desafuero vino de la Universidad de Santiago; entonces existían catedráticos con dignidad intelectual y con ética profesional, representada por Laureano Calderón y González de Linares, seguidos por Castelar, Giner y lo más granado de la Universidad española, que renunciaron a sus cátedras, figurando entre éstos, el gallego Montero Ríos y sufriendo persecución el catedrático de La Coruña don Manuel Varela de la Iglesia, antepasada de los Varela Radío que tanto brillaron en España en la medicina y en el foro y que les tocó sufrir persecución en 1936, por idénticos motivos de incorruptibilidad. Giner de los Ríos, acorazado en su integridad insobornable, fue confinado en el castillo de Santa Catalina de Cádiz.
Reunidos después en Madrid, “estos ilustres profesores sin cátedra, realizose la idea que desde el primer instante de la persecución había surgido en don Francisco de fundar una institución libre de enseñanza, sin más intención que la de seguir profesando libremente su misión, ya que la Universidad les arrojaba de su seno y mantener la cohesión entre sí. Esta idea inicial vaga ha ido concretándose en una obra perfectamente definida, en la que se ha acumulado lentamente la energía espiritual más elevada y consistente que ha habido en estos últimos cuarenta años, pero esta obra sigue teniendo el nombre provisional e impreciso de los primeros momentos: Institución Libre de Enseñanza. El iniciador de ella y su alma siempre fue don Francisco Giner”.
Al organizarse contó con la colaboración entusiasta de algunos gallegos sobresalientes que pertenecieron a su primera junta directiva. Fueron éstos, además de Chao, dos distinguidos pontevedreses, Eduardo Gasset y Artime y Justo Pelayo Cuesta. El primero, ex diputado y ex ministro, fundador de “El Imparcial de Madrid”, abuelo materno del filósofo Ortega y Gasset, que no sólo actuó en la acción germinal de la Institución, sino que aportó al igual que Chao su contribución pecuniaria para su sostenimiento. Pelayo Cuesta, ex diputado y ex subsecretario, se había singularizado por haber contraído el alto honor de ser el autor del primer proyecto presentado a las Cortes exigiendo la abolición de los foros de Galicia. Fue profesor y rector de la Institución, pronunciando en 1878 el discurso inaugural que versaba sobre la libertad de la ciencia, siguiendo así la orientación de su paisano y antecesor en el rectorado Eugenio Montero Ríos, y que seguiría su sucesor Azcárate. El discurso de Montero Ríos fue muy elogiado por su alzado espíritu liberal y de tolerancia que lo impregnaba, así como por los agudos conceptos con que estaba revestido.
Ya en marcha la institución, veamos ahora qué gallegos tuvieron relaciones más o menos directas con ella y su principal guía, Giner de los Ríos.
Este maestro tuvo una gran amistad, al igual que con Concepción Arenal, con Emilia Pardo Bazán. Y es fama que fue Giner quien la encarriló literariamente, descubriendo las disposiciones estéticas y artísticas que adornaban su ingenio. Algo nos dice la Pardo Bazán: “En largas conversaciones, Giner me fue abriendo camino. Para alentarme me sugirió que en mi temperamento existía un temperamento artístico. Los consejos, no exentos de cierta severidad sana, me indujeron a estudiar, a viajar o conocer idiomas y autores extranjeros y, al propio tiempo, a sentir la poesía del ambiente patrio y hasta del casero y familiar”. Giner intervino en la edición de “Jaime”, una colección de poemas de la escritora coruñesa dedicados a su primer hijo. “Esta mujer excepcional –escribía Giner a Clarín-, tiene una bonhmie de lo más cordial y agradable, pero carece en absoluto –hasta donde cabe en el ser humano- de la nota religiosa”. Doña Emilia llevó a un imaginario institucionista a protagonizar su primera novela “Pascual López”. Giner también disfrutó del aprecio de Sofía Casanova, a raíz de casarse con el profesor polaco Wincenty Lutoslawski, autor, entre otros trabajos, de uno sobre filosofía de Platón que mereció un sutil comentario de Giner. Y aunque no se llegó a tratar con Rosalía, sabemos que sentía por ella una inmensa admiración.
Discípulo suyo y de Fernando Castro fue otro ilustre gallego, Antonio Machado Álvarez, iniciador en España de los estudios folclóricos y que animó a la Pardo Bazán a cultivar aquellas actividades en Galicia, surgiendo así en La Coruña la sociedad folclórica gallega. No está de más que digamos que este gallego es el feliz progenitor de los poetas hermanos Machado (Antonio y Manuel).
El infortunado estadista ferrolano José Canalejas se vanagloriaba de haber tenido como maestros a su tío Francisco Paula Canalejas y a Emilio Castelar, dos conspicuos krausistas, y a los que dedicó bellísimas páginas recordatorias. El sabio físico orensano Manuel Martínez-Risco, como nos manifestó más de una vez, dedicó gran parte de su formación cívica e intelectual a su tío político el krausista Sales y Ferré, legatario de Fernando de Castro, y en verdad que hizo honor a su eminente maestro, ganando con honra ejemplar el pan de la expatriación, en donde halló la muerte con el respeto de todos, y al cual quisiera desde aquí rendir el homenaje de uno de sus más fieles amigos y correligionarios. En la institución se formó Eduardo Moreno López, que, aunque no gallego, acompañado de Julián Besteiro, ocupó cátedras en el instituto orensano, contribuyendo, sobre todo el primero, a la creación de la más ilustre generación del Orense de entonces. Ahí está una de las páginas que Otero Pedrayo le dedicó en su “Libro dos amigos”, para señalar cuánto representó el malogrado profesor en el espíritu de aquella generación, que nosotros llamamos la de 1916, fecha de fundación de las “Irmandades da Fala” y que fijó el proceso patriótico de sus componentes.
A la muerte de Giner el Boletín de la Institución, decía, entre otras cosas: “Desde 1891 toda esta actividad de don Francisco derivó hacia Galicia, siendo entonces su asilo una quinta campestre –San Victorio-, en la parroquia de San Fiz (Bergondo) y en las cercanías de Betanzos, perteneciente a la familia del discípulo cuyo hogar era también el suyo. Celebraba sobre todas las cosas el aislamiento y retiro de San Victorio, donde en seguida intimó, como siempre le ocurría, con el más pobre aldeano y con todos los árboles de la huerta. Allí escribió sus estudios del último tiempo; allí le nació el primer nieto, y de allí partió siempre para sus largas caminatas por la Mariña…”, que alternaba con sus descansos en las playas de Gandarío y la Lagoa.
Es fácil darse cuenta que el discípulos aludido era Cossío, cuya esposa poseía en San Victorio una tranquila y placentera residencia. Allí Giner compuso su magnífico trabajo sobre “La Universidad Española”, y allí escribió su prólogo, en octubre de 1916, su leal discípulo. Allí fue visitado por otro de sus nobles beatos, aquel hidalgo gallego en una pieza, Joaquín Arias Sanjurjo, que sentía una devota admiración por el maestro y del cual decía: “¡él fue quien me enseñó a estudiar!”. Como nos cuenta Pedret Casado en su jugoso libro “en 1903 animaba a Giner a don Joaquín a seguir con sus aficiones al estudio del Derecho Consuetudinario Gallego y en 1906 le preguntaba por qué no opositaba a la cátedra de Derecho Civil de Santiago, que había dejado vacante don Jacobo Gil”.
Digamos por último que allí convivió con maestro y discípulo un sobrino de Cossío, llamado a continuar su obra si la muerte no nos lo arrebatase prematuramente: Juan V. Viqueira, el más ilustre de los institucionalistas gallegos y de quien tanto podríamos esperar. A otro malogrado, Jaime Quintanilla, le oímos contar más de una vez las sabrosas confidencias de Viqueira acerca de cuánto les había oído a aquellos dos grandes maestros en torno de Galicia y sus problemas. Pensaba publicarlas algún día, pero la garra fratricida truncó con su vida sus ilusiones.
Queden estas notas como un pequeño homenaje a la memoria de Giner y de los nombres gallegos aquí registrados, en el cincuentenario del fallecimiento del más grande de los maestros españoles.
Bahía Blanca, mayo de 1965.
VILANOVA, A.: Revista Galicia, Buenos Aires, mayo-junio de 1965, nº 543
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