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 NOTAS PARA UNA HISTORIOGRAFÍA FEIJONIANA (Especial Galicia) (1964)

Siendo la Historia una de las más extensas parcelas de la cultura y sobre todo el más fehaciente testimonio de todo el acontecer vital de la humanidad, no puede sorprendernos que el P. Feijóo que tocó tantos y tan candentes problemas inmersos en la vida historial, incursionase más de una vez por los caminos de la historia, cuestionando algunos de sus aspectos esenciales.

“Desde Grecia al siglo XVIII, la historia es narración. Se cuenta la vida humana contemporánea o del pasado como se cuenta la propia.

Esta narración podrá ser más o menos aguda y complicada –en Tucídides y Polibio lo es muy respetablemente-, pero el caso es que la

actitud fundamental desde la cual el historiador trabaja es la de un narrador. Ahora bien, la narración implica que lo narrado es, por esencia, transparente y no problemático. Conserva el carácter del espontáneo recordar que forma parte de nuestra existencia personal e inmediata y, como éste no suele reparar en esa nuestra vida como tal, sino sólo en aquellas porciones de ella que parecen extraordinarias: las batallas y catástrofes, las figuras de reyes y jefes de Estado, de generales y prodigios”.

Ortega y Gasset que es el autor del párrafo entrecomillado, sienta esa afirmación teniendo en cuenta, sin duda, la concepción progresista de la Historia, que en aquel siglo mantenían Turgot, Condorcet  y Ferguson, pero antes ya Vico y Montesquieu, contemporáneos del P. Feijóo, formulaban sus proposiciones historicistas. De igual manera ya en este siglo aparecían historiadores que rebasaban la línea escueta de la narración y a su manera ya practicaban la investigación con instrumentación heurística o metodológica. Sin salir de España, tenemos los poderosos ejemplos del P. Flórez, de Marcos Burriel y de Pérez Bayer, que el P. Feijóo parece ignorar y que sin embargo empezaron a escribir historia buscando en fuentes originales como los archivos, el documento informativo de valor inconfutable.

Cuando el P. Feijóo escribe, el estudio de la Historia no ha llegado a elaborar esta doble teorización lógico-gnosológica o epistemológica con que se debate en nuestros días acerca de su naturaleza científica; ni se comprendía tampoco su causalidad en sus tres órdenes: contingencia, necesidad o lógica y en sus subgrupos existenciales o interacción de las causas, ni se tenía en cuenta la sociología de la cultura como teoría estructural de la historia; ni se imaginaban los otros muchos elementos filosóficos que hoy se manejan para una más clara idea del sentido, contenido, trascendencia y destino de la Historia. De aquí que la obra historiográfica de Feijóo sea necesariamente intuitiva o empírica, lo que no impide que el talentoso erudito benedictino galaico ofrezca constantes atisbos de genial enfoque de los problemas historiológicos.

En tres aspectos podemos subdividir tal labor feijoniana: Concepto de la Historia y de algunos presupuestos formativos; relación de varios historiadores consultados y versiones de hombres y sucesos históricos. Dada la índole de esta revista, nos limitaremos a trazar un esquema ideológico del primero de estos aspectos.

Después de sostener el sabio benedictino gallego que “los genios elevados están más expuestos que los medianos a algunos defectos, ya que conducidos por la viveza de la imaginación o por la valentía del espíritu, suelen no reparar en algunos requisitos que escrupulosamente observan los ingenios de más baja clase”, pasa a hablar del estilo aparentemente fácil de los historiadores, el cual “ni ha de ser vulgar ni poético”, ni debe rozarse “con la plebe, ni con las musas, igualmente distante del graznido de los cuervos que del canto de los cisnes. Mas, contentándose con esto, deja la narración sin gracia y la historia sin atractivo. Este medio no es reprensible, pero es insípido. Algunos de los que se meten a historiadores aun no llegan aquí; y son muy pocos los que pueden pasar de aquí. Esos pocos tienen muchos riesgos que evitar, y es sumamente difícil no incidir tal vez en uno u otro. La afectación es el más ordinario y también el peor. Menos me disuena la locución bárbara que la afectada. Como parece menos mal una villana vestida con sus ordinarios trapos, que la que se llena toda de mal colocados dijes. Aquélla se vista a lo humilde; ésta se adorna a lo ridículo. Cuanto no es natural en el estilo es despreciable”.

Seguidamente dice que el método en ningún escrito es tan difícil como el histórico, señalando que lo más importante en la historia escrita es la verdad, y continua diciendo: “Dijo bien un gran crítico moderno, que la verdad histórica es muchas veces tan impenetrable como la filosófica. Ésta está escondida en el pozo de Demócrito; aquélla, ya enterrada en el sepulcro del olvido, ya ofuscada en las nieblas de la duda, ya retirada a espaldas de la fábula. De aquí tomaron algunos ocasión para desconfiar de las más constantes historias y otras audacia para impugnar las más seguras noticias”.

Se refiere también a la nefasta influencia que los historiadores mendaces ejercen en las gentes sencillas que los creen fielmente, sin darse cuenta de que aquéllos escriben movidos por la adulación o el odio. “Cuanto los historiadores están más cercanos a los sucesos, -sigue escribiendo-, tanto más próxima tienen a los ojos la verdad para conocerla; pero en el mismo grado son sospechosos de que varios afectos los induzcan a ocultarla. El miedo, la esperanza, el amor, el odio son cuatro vientos muy fuertes que no dejan parar en el punto de la verdad. Lo que hemos dicho de los que escriben historia de su tiempo se puede aplicar igualmente a los que refieren las cosas de su país. Créense éstos más bien instruidos; pero al mismo tiempo se recelan más apasionados. De modo que la verdad navega en el mar de la Historia siempre entre dos escollos, la ignorancia y la pasión…”. Termina este comento con esta magnífica conclusión historiográfica: “La rectitud del juicio histórico pide que a todos se oiga, aun a nuestros enemigos, y se pronuncie la sentencia, no por nuestra inclinación, sí según la calidad de las pruebas”.

Observa el P. Feijóo una severa y cautelosa prudencia  frente a las tradiciones populares a las que somete hasta a siete filtros depurativos para aquilatar su verdad. Primero, su extensión; si es sólo  de la plebe, si de un pueblo solo, si de una provincia, si de un reino. Segundo, su antigüedad. Tercero, si hay monumentos que la apoyen y de que calidad. Cuarto, que autores la patrocinan o la impugnan. Quinto, la conexión u oposición de la tradición con las historias autorizadas o recibidas. Sexto, si el enunciado por la tradición es posible o imposible, y séptimo, si supuesta su posibilidad, si es verosímil o inverosímil.

Estima que idéntica reserva se debe guardar frente a la coacción que asume contra los historiadores la opinión pública, viviendo siempre de atávicos prejuicios y de fosilizadas creencias, por lo que ve siempre con horror y con hostilidad a todos los que deniegan o discuten sus seculares ideas. “Largo campo para ejercitar la crítica es el que tengo presente, por ser  innumerables las tradiciones, o fabulosas o apócrifas, que reinan en varios pueblos del Cristianismo. Pero es un campo lleno de espinas y abrojos que nadie ha pisado sin dejar en él mucha sangre. ¿Qué pueblo o qué iglesia mira con serenos  ojos que algún  escritor le dispute sus mal fundados honores? Antes se hace un nuevo honor de defenderlos a sangre y fuego. Al primer sonido de la invasión se toca a rebato, y salen a campaña cuantas plumas son capaces, no sólo a batallar con argumentos, más de herir con injurias, siendo por lo común estas segundas las más aplaudidas, porque el vulgo apasionado contempla el furor como hijo del celo: y suele serlo sin duda, pero de un celo espurio y vilano. ¡Oh sacrosanta Verdad!¡Todos dicen que te aman; pero que pocos son los que quieren sustentarse a costa suya”!
En otro de los pasajes de su obra estampa esta desconsoladora declaración: “No sólo un enemigo milita contra la verdad en los escritores nacionales.

Quiero decir, que no sólo el amor, más también el temor los hace apartar del camino derecho. Cuando no los ciega la pasión propia en la ajena. Saben que ha de ser mal vista entre los suyos la Historia si escriben con desengaño. ¿Y quién hay de corazón tan valiente que se resuelva a tolerar el odio de la propia nación? Donde no se atraviesa el interés de la bienaventuranza eterna, siempre se hallarán muy pocos mártires de la verdad. No sólo la propia nación, también las extrañas procuran torcer los historiadores hacia sus intereses, o ya con la recompensa o ya con el resentimiento”.

Glosando lo que podríamos llamar pragmatismo o tropología de la Historia, el P. Feijóo refiriéndose al valor educativo de los libros históricos manifiesta esta recelosa e indecisa opinión: “El uso de los buenos libros es muy útil para informar a los Príncipes de la política recta. ¿Más cuáles son los buenos libros? Creo que muy pocos. Los que contienen sana doctrina son infinitos. ¿Pero qué importa que instruyan sino mueven? Lo difícil en lo moral no es el conocimiento de lo recto, sino el movimiento o inclinación eficaz a obrarlo. Hay unos libros de cláusulas cortadas y arredondadas con afectación (siguiendo el estilo de Séneca, que el otro Emperador llamaba Arena sin cal), las cuales con retintín del momento para el oído, sin que el eco llegue al corazón. Hay otros llenos de textos y de conceptos palpitables, que en vez de ilustrar confunden, en vez de mover fastidian. Otros que abundan  de sentencias de Tucidides, Polibio, Tácito, Livio y Salustio, mezcladas con gran copia de pasajes históricos. De todos estos diré lo que Apeles dijo a un discípulo suyo que había pintado a Elena con muy poca hermosura, pero con costoso vestido y muy llena de joyas: Cum non posses feceres pulchram, facisti divetem. No pudiendo hacerla hermosa la hiciste rica…”

Así escribía el P. Feijóo en el tercer tomo del Teatro, pero en el quinto tomo era más contundente en su tesis. Niega que los libros de historia puedan ser mejor guía para los políticos que la experiencia, y cita como ejemplo el caso de Carlos I de Inglaterra, asiduo lector de Tácito a quien “respetaba como oráculo manual de su gobierno. Sin embargo no acertó a evitar los errores de los unos ni  a imitar los sacrificios de los otros. Con toda  la gran guía de Tácito, apenas dio paso alguno que no le condujese al precipicio; y siguiendo los rumbos, bien o mal entendidos de aquel político, bajó del solio al cadalso.

A Carlos I de Inglaterra puede contraponerse Carlos I de España y V de Alemania, el cual, sin el socorro de la lectura, dejado a la fuerza ventajosa de su genio, fue uno de los más profundos políticos del siglo. Los romanos conquistaron el mundo sin libros, y lo perdieron después que los tuvieron”. Más adelante añade: “No negaré, no obstante, que los de Historia puedan conducir alguna cosilla; más no por el camino que comúnmente se juzga. A nadie hará político el estudio de la Historia, que no lo sea por su genio y naturaleza; pero al que tuviere las prendas naturales necesarias podrá traerle alguna utilidad, ya porque le da en general más variedad de los genios de los hombres, ya porque la lectura de muchos y extraños sucesos hará que no le sorprendan o pasmen los que ocurrieren”. Es curioso el detalle de que desde ángulos distintos, Nietzsche haya escrito un opúsculo famoso al señalar las cinco maneras en que puede ser peligrosa a la vida la sobresaturación de una época por la historia, señalando los peligros que para ello engendra el exceso de los estudios históricos, teorización que constituye como segmento un tanto forzado y arbitrario del criterio feijoniano.

El  P. Feijóo era un ardoroso enemigo de la mitificación de la Historia, una de las formas más nefandas de adulterar la cultura. No podía ser menos en una mentalidad tan opuesta a todo cuanto pudiese envenenar la verdad, que luchó tan incansablemente contra la superstición, la milagrería y la falsedad. Por eso no transigía con lo que no tuviese la comprobación en la autenticidad o en la razón. Por eso nunca aceptó la prognosis en la historia y condenó acremente la astrología, esto último con harto disgusto de aquel fino y cultísimo profesor orensano Primitivo Rodríguez Sanjurjo, tan animoso cultivador de esta supuesta ciencia de la adivinación, y que llevó esta preocupación a su raro y originalísimo libro “Escenas de gigantomaquia”.
Lo que debemos decir a fuerza de sinceros, es que el P. Feijóo no pudo eximirse de algunos errores al emitir ciertos juicios precipitados sobre historiadores o hechos históricos, no siempre exentos de alguna pasioncilla patriótica o teológica, que la brevedad de este trabajo nos impide desarrollar aquí, pero que detallaremos como corresponde en un ciclo de seis conferencias que sobre el P. Feijóo explayaremos en la Universidad Nacional del Sur en Septiembre del corriente año, organizado por la dirección de Extensión cultural de este Centro.

Sin embargo el P. Feijóo no ignoraba la importancia que tenían las fuentes originales para el uso de la técnica historiográfica. Una prueba plena de ello fue una de sus frustradas tareas galicianas, cuando preparaba un trabajo sobre las Glorias de Galicia, mi Patria, como la llamaba siempre. Nosotros sospechamos que Feijóo adoptaba esta honesta preocupación intelectual de documentarse debidamente, para no incurrir en los engendros fabulosos que afearon e inutilizaron la obra del P. Gándara. Iniciaba así el P. Feijóo una nueva manera de escribir la historia gallega, siempre escrita con un criterio anticientífico, demagógico y patriotero, que tuvo como representantes en el pasado siglo, entre otros, a Vicetto y Vesterio Torres, y que desgraciadamente ha llegado a nuestros días para satisfacción de los papanatas de la gallegada estúpida y deshonrosa. Había que llegar a López Ferreiro y a Villaamil y Castro para que la historia en Galicia tomase un sentido puro y una construcción sólidamente documental e irrecusable, continuada con ejemplar sabiduría por Pérez Constanti, César Vaamonde Lores, Couselo Bouzas, Oviedo Arce, cuyo centenario se cumple este año, al igual que el de Salvador Cabeza de León, Fontenla Leal, Camilo Bargiela, Aurelio Ribalta, Eladio Rodríguez y González y Amador Montenegro Saavedra y el cincuentenario de la muerte de Said Armesto, sin que sepamos a estas horas si la colectividad galega les rendirá el recuerdo que se merecen  tan ilustres hijos de Galicia.

El P. Feijóo no era ingenuo ni impresionable, ni sensacionalista ni energúmeno. No se dejaba sugestionar por las referencias irresponsables ni por las publicaciones vacuas e indocumentadas. Y ahí radica su mayor y mejor mérito historiográfico. Su pensamiento en la disciplina histórica podría condensarse en esta frase del eminente profesor de la Universidad de Viena, Guillermo Bauer: “No somos ya los crédulos oyentes de las leyendas, consejas y noticias que nos cuentan; conocemos demasiado bien los hombres, sus debilidades, secretos, deseos, escondidas intenciones, y sus singularidades, que, a menudo, a ellos mismos se les ocultan”.Bahía Blanca, julio de 1964.

VILANOVA A.: Galicia, Revista del Centro Gallego de Buenos Aires, Buenos Aires, nº 538, Julio – Agosto de 1964.
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