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CURROS ENRÍQUEZ, EL HOMBRE (1951)
¿Cómo era física y psicológicamente Curros Enríquez?
Curros era de estatura mediana; más bajo que alto, de complexión robusta, ancho de espaldas, recio, de tez morena, de rostro impresionante y nada vulgar, con frondosa barba negra que llevaba desde su mocedad siguiendo la costumbre de su época, nariz aguileña, ojos tristes, luminosos y penetrantes, auxiliados en su cansancio por los quevedos de oro, conque aparece en sus últimos años; rostro apolíneo, sobre el que no vi jamás dibujar una sonrisa, como dijo Alejandro Lerroux. Tales eran los rasgos fisonómicos más acusados de su prosopografía. Vestía siempre de obscuro y “con el vestir severo y el ademán pausado, dice Linares Rivas, tenía ya en la figura los signos convencionales que atribuimos a los guiadores de las muchedumbres. Pero el signo, que fue una enseña para muchos,
Su carácter, deformado por una niñez triste y sin ilusiones, fue desarrollándose siempre en un ambiente de decepciones avasalladoras; sus triunfos fueron resonantes pero efímeros, sin mejorar su suerte y su situación, cada vez más difícil. Estaba predestinado al éxito póstumo, pertenecía en vida a la posteridad; era futuro quien había de consagrarlo. Su vida fue la eterna lucha, lucha titánica, esa lucha que sólo se abre paso a fuerza de sacrificios y de heroísmos morales. Esa pelea en la que tantos han sucumbido a su primer combate, incapaces de soportar lo sobrevivir a tanto dolor como a tanta injusticia. Pero Curros tenía a su favor una de nuestras grandes virtudes raciales: la tenacidad. Ella es uno de los tónicos de la voluntad galaica. Por ella ha podido vivir todavía, frente a tantos avatares, como depredaciones el vigor prasológico de nuestra raza. Pudo sentir, como le acontece a todos los espíritus sensibles, el desánimo, el escepticismo o la desesperación, pero el propio volumen de la desgracia, produjo en su alma un arranque de resistencia equivalente o superior a los estragos de su propio infortunio. Y es que la historia humana ha probado siempre, que el hombre sólo se redime frente a las miserias o a las concupiscencias de los demás, afrontándolas con entereza y con abnegación, sean cuales fueren las torturas de sus fracasos.
En Curros arden las pasiones con fuego devorador. Y es explicable esta situación de su espíritu teniendo en cuenta los muchos fenómenos morales que concurren en su accidentada vida. En el alma no hay departamentos estancos, y es imposible que una pasión, si se le deja curso libre, no suscite muchas otras en el corazón en que se ha forjado. Por eso la vida de Curros es un continuo batallar, el afán profundo por alcanzar el triunfo de algo que danza ante nosotros, y que nos parece hacedero y que se nos escapa por irrealizable. Pero si hay algo que purifique la pasión, es la lucha. Y es que sin pasión, no hay virtud, como sin emoción no puede haber arte. Quien no se siente apasionado por el bien, jamás será virtuoso; como el que no se siente apasionado por la belleza, nunca será un artista.
Pero la lucha no da el triunfo siempre, aunque los móviles que ponen en pie la acción, sean suficientemente justos y elevados. Y entonces cunde la desesperanza, brota la incredulidad, amaga el esfuerzo y sólo queda en nosotros la señal inequívoca de la impotencia. Curros lo dice bien en estos versos:
“Más, ilusión, amor, sueños de gloria,
Creencias… ¡Todo ha muerto!
¡Y yo busco entre tantas sepulturas
La mía, y no la encuentro!
¿Remordimiento yo? Si lo he perdido
Es lo mismo que anhelo,
¡Si en busca voy del bien que me robaron,
Víctima soy, no reo!”
Otra de las aristas temperamentales de Curros es la sinceridad, y casi nos atreveríamos a presentarla como la más predominante de sus continuadas reacciones anímicas; pero lo es en la más noble de sus manifestaciones: en la unción de su espontaneidad y en el propósito que le inspira. Cuando la cuquería vulpina, como la adulación o el silencio, hábilmente administrados, podían abrirle muy fácilmente los caminos del triunfo y del éxito, Curros prefiere el más espinoso, el más comprometedor, el más irreparable: el de decir la verdad, teniendo que batirse en esa pelea pública, del periódico o de la tribuna, y en la que se dejan entre sus espinas, jirones del prestigio, de la honra y de la salud.
Pero Curros es de los que si hay que caer en la demanda, cae, pero no retrocede. Pídele a sus “triadas” que “ond’haxa virtú, bicade, ond’haxa maldá, feride”. Y cuando se encara con sus paisanos, se arranca “a espiña” con estos versos que retratan al luchador de cuerpo entero:
“O que é xusto defendín,
Non me neguei a razón;
Loey o que entendo ben,
O que malo, combatín”.
Pedirle a Curros que enmudezca su pluma ante lo ruin o acalle los sentimientos de justicia, cuando están comprometidos los valores humanos, es tanto como pedirle que suicide su personalidad ética. Y Curros no era de esa clase de hombres. A Curros podía exigírsele benevolencia con los errores o con las debilidades de sus oponentes; respeto a las convicciones leales de sus adversarios; lo que no podía pedírsele era la claudicación ante el delito, resignación ante las vilezas, cobardía ante la ofensa. Como decía la gran figura nacional cubana José Martí: “Es criminal quien sonríe al crimen; quien lo ve y no lo ataca; quien se sienta a la mesa de los que se codean con él o le sacan el sombrero interesado; quienes reciben de él el permiso de vivir”.
En las polémicas que sostuvo, que fueron muchas y en su bio-bibliografía están bien claras, puede verse la firmeza y el valor contra ofensivos con que respondían al ataque aleve y encanallado. Él, que se pasó toda su vida haciendo de ella un sacerdocio; despreciando el soborno; rehusando tentadoras proposiciones; sin codicias y sin ruindades, no podía soportar que quien no poseyera una limpia ejecutoria moral, pudiera hincar sus garras en su conducta, y entonces su pluma dejaba caer sobre sus detractores todo el furor y la agresividad de su conciencia herida. Callarse hubiera significado algo peor que incompetencia para la defensa, hubiera significado domesticidad ante el agravio, y Curros no era carne de mansedumbre. Ya dijo Nietzsche: “Odio hasta la repulsión al que jamás quiera defenderse, al que se traga los escupitajos venenosos, las miradas torvas, al paciente demasiado paciente, que lo soporta todo y con todo se contenta; porque éstas son costumbres de lacayos”.
Curros cuidaba mucho de la pulcritud moral de sus actos, de la razón que podía dinamizar sus impulsos. Ese gran registro humano, que es la conciencia que nos sanciona nuestras acciones, que las asiente o las vitupera, según la licitud o la miseria con que las llevamos a cabo, vivió siempre en Curros con fulgores inextintos. Lo dijo bien claro en unos versos de “El Maestre de Santiago”:
“¡La conciencia! Y hay quien dude
De la existencia del alma,
Morando ese “quid divinum”
En nuestro mísero ser.
¿Qué voz le dice en secreto
Que su perfección es poca,
Y a la perfección impele
Con tanto y tan grande afán?
Sí; tú existes, dulce soplo
De inteligencia divina,
Foco de luz argentina
Fuego de inmortalidad;
Tú existes; pero los ojos
Del incrédulo te niegan
Porque esos ojos se ciegan
Al mirar tu claridad”.
Curros vivió siempre azotado por el dolor, y el hombre que sólo ha vivido en las dulces cumbres del éxito y no ha conocido las amarguras del vivir desgraciado y sin horizontes, no puede ser jamás un hombre entero. No sé quien dijo que sólo el dolor hace la vidas bellas y ejemplares y que lo demás las hace felices e insignificantes, pero lo que sí sabemos es que Curros no conoció la fortuna de ser feliz; pero quizá a ese dolor deba su categoría estética, deba por tanto su emoción artística.
El orbe de la ilusión, que para el hombre de ansias insatisfechas, constituye casi su único mundo, es discernido por el pensador como la zona estricta del arte; en el arte encuentra esos libres vuelos de la quimera que han consumido casi hasta nuestros días toda la gimnasia cerebral de la humanidad; en el arte tiene de nuevo una esfera en que puede, sin cuidarse de los crueles mentís que le enfrenta la realidad, construir y embellecer con sus ideas, poblar de encarnaciones sutiles, su sed de belleza, de juventud, de vigor, de perfección; del cual puede desterrar toda fealdad, toda trivialidad, todo narcisismo, todo lo que es perverso y repudiable, todo lo que corroe o subleva, toda inmundicia, toda miseria; en el cual puede en cambio hacer triunfar únicamente la justicia, la dulzura, el amor y la rebeldía generosa. En el arte, solo las inclinaciones y los impulsos del hombre son los que actúan y hallan la satisfacción ilimitada que les regatea la realidad; aquí no está el hombre contenido a adaptarse penosa y amargamente a la naturaleza, es por el contrario, una naturaleza concebida por él la que se somete con servil complacencia a todas sus necesidades, a todos sus anhelos y a todos sus caprichos, sin dejar incumplida ninguna de sus apetencias. La necesidad de una adaptación real al ambiente circundante ha obligado al hombre a elevar su pensamiento al conocimiento mediante una disciplina severa, y a renunciar a los atractivos de la ilusión fácil, halagadora pero estéril; por eso en el arte busca la revancha de la realidad.
Porque la realidad al rozar los corazones, despierta en ellos, según su contextura sentimental, sacudidas y sonidos de timbre y ritmo distintos. Y en el corazón de Curros, despertó todas esas grandes pasiones, que por ser subjetivas en sumo grado, nos dice más que nada, cómo era el hombre que las engendraba.
Se habla del carácter de Curros y se dice que era éste, hermético, misántropo, huraño. E indudablemente, para las almas superficiales que lo miden todo
por esa cortesía de tipo mundano y que tanto deforma a los caracteres, asó lo era. Pero quien llegaba a él, en busca de consuelo o de consejo, supo de las grandes virtudes que su espíritu atesoraba. El gran escritor gallego Álvaro de la Iglesia, que frecuentó su trato en Cuba, nos dejó bien patente en estas palabras lo que era su carácter: “Era austero, más bien triste, y se le creía duro y orgulloso siendo su alma desbordante de afectuosidad. A pesar daba la mano pero con ella entregaba el corazón. En horas de angustia, de amargo desconsuelo, encontré en él consejo y aliento. Por los propios dolores comprendía los ajenos y jamás fue indiferente con el que sufría”.
“La unidad de un personaje histórico –ha dicho el Dr. Lafora, prologando el “Robespierre” de Von Heuting-, puede estar integrado por aspectos contradictorios de la individualidad”. La unidad intrínseca de Curros es de una soldadura consistente, aunque por su finura llegue a ser difícil de percibir por las sensibilidades deficientes, por las voluntades cobardes o por los corazones envenenados. Es verdad que la vida de Curros da la impresión de tumultuoso desorden, de fuerza incontrolada, si se quiere hasta de caos, vista en sus protuberancias externas, en sus detalles provectos, en sus múltiples episodios, incluso en sus estímulos, porque de la violencia o la energía de su pasión surgía el gran destello de su genio. Y tomamos la palabra vida en una conjunción totalitaria, incluidas así todas sus inquietudes espirituales, las que se estiman buenas como las que se juzgan malas, sus pasiones. No fue, pues, su vida una anarquía desatada, sino una sinfonía potente sin precedentes, con una resonancia y una influencia que con su tiempo fue universal y que había de ser eterna, como eterna es su obra, hija legítima y no adventicia de su propia vida. Su carácter nació de su dolor y de su entendimiento, así como también del genio que fue producto de estos factores.
Su carácter tuvo sus caídas, como su temperamento, ricamente pasional, inflamable, sensible, fogoso, tuvo sus flaquezas, así podríamos decir sus patologías. Pero salvando esos ángulos esotéricos y recónditos, difícilmente penetrables, están dos realidades magníficas: la realidad de su generosidad y la realidad de su talento. Esa bondad en sus máximas tensiones se transforma en ternura; y esa inteligencia, en sus providenciales incentivos, se convierte en genio.
No falta tampoco quien le ha calificado de resentido. Pero el resentido carece de generosidad, faltándole consecuentemente la inteligencia; porque la generosidad es a manera de una sensibilización del espíritu, no sólo en sus potencias sentimentales, sino también en las intelectivas. La generosidad borra el rictus angustioso del alma, el cual la anuda sombríamente sin dejarle amplitud, desarrollo, plenitud, libertad de amar y errar. La generosidad es, en cambio, una súbita y luego gradual iluminación de las potencias más selectas al espíritu. El que no la posee, se anula en el rumiar rencoroso y hostil hacia todos, de su complejo de inferioridad, que en las obscuridades del subconsciente le tortura y que tantas veces se crea a sí mismo tal inferioridad con el hábito obsesivo de creerla o sentirla, a fuerza de estar sempiternamente preocupado por ella. Sus personales dolores no le entumecieron el sentimiento, impermeable a las impresiones pasajeras y brutales, sino que le dotaron de una majestuosa serenidad. Su tragedia personal no lo hizo malo, sino justo, porque su alma tenía la levadura ingénita de la generosidad, que avivó su conocimiento intelectual y experimentado de la vida.
En una quintilla dejó impreso este sentimiento, el mismo Curros:
“Niña: mi vida es un drama
En que el galán y la dama
Son la virtud y el dolor;
Yo el que sostengo la trama
Y Dios el silbado autor”.
Sufrió Curros todas las acometidas a que pueden llegar en su maldad los hombres sin freno moral. Aquí sí que era el resentimiento quien las motivaba. Los enanos y pervertidos de espíritu, los canijos mentales y los envidiosos de su valer, fueron sus principales critiquillos y roedores. Por aquello que decía Renán, que “lo que difícilmente perdonan los necios es el ingenio unido a la grandeza moral”.
Curros habrá tenido sus faltas y sus equivocaciones, pero no rebasaron nunca los límites de la indignidad. Podrán citarse de él todos los malhumores y rarezas que se quiera, pero nadie podrá imputarle –so pena de sentar plaza de calumniador vulgar-, la infamia de una vileza.
A su muerte, el insigne escritor vasco Francisco Gandmontagne, escribía estas magníficas palabras: “En el más alto y honroso sentido de la palabra, nadie más gallego que este gallego inmortal. Tenía todas las virtudes y todos los defectos de la raza. Era leal hasta el martirio, veraz hasta el escándalo, como quería San Agustín, amante de la justicia, bueno, profundo y fundamentalmente bueno, como casi todos los gallegos. Como ellos tenía también el defecto de una extrema suspicacia, hija de esa tendencia analítica que haría de Galicia, si allí existiera una difusa y gran cultura científica, el país de los psicólogos. Cada gallego lleva un Kant soterrado en su espíritu. Pero esta congénita suspicacia pone siempre un velo de tristeza en el alma. No es posible andar entre el fuego, sin quemarse, ni ahondar el espíritu de los demás y en el propio sin entristecerse. Quizá la “morriña”, esa melancolía desolada, tan intensa que puede acabar con la vida física, sea fruto de la extraordinaria actitud del gallego para la concentración del pensamiento”.
Lo que ocurre es que salvo algunas sinceras protecciones, como la de Modesto Fernández y González, el Mecenas gallego por excelencia; la verdadera amistad de leales camaradas, poco tuvo que agradecerle a la masa común de las gentes que nunca supieron poner una nota de piedad y de comprensión en sus terribles y trastornadoras tribulaciones. Así anduvo toda su vida de vuelo en vuelo por horizontes sin fin, por desiertos sin oasis. Así lo dijo en una de sus poesías:
“Que yo soy, prenda mía,
Pájaro errante,
Hosco a toda caricia
De mano amante.
¡Nómada que proscrito
Cruza el desierto…
Perro loco sin amo…
Nave sin puerto”.
VILANOVA, A.: “CURROS ENRÍQUEZ. EL HOMBRE”. Revista Posío. Arte y Letras. Ourense, xuño-decembro de 1951.